La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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– Está bien. Paso yo -dijo.

Tampoco debió de ser un plato de gusto para ella. Pero si pude pedírselo, fue porque sabía que era capaz de encajarlo. Que entraría allí, y mientras la forense maniobraba, no dejaría de atender a cuanto hubiera de anotar. Y sobre todo, que lo haría sin dejarse entorpecer por lo que aquella mujer que estaba tendida en la mesa había sido para ella mientras estaba viva.

Cuando todo acabó, la forense salió la primera.

– Ya le dirá su compañera y les pasaré el informe, pero poca cosa, aparte de lo obvio. Si me disculpan, ya llego tarde a otro sitio.

Chamorro vino un poco después, sin prisa, sacándose con gesto ausente los guantes. En sus ojos se notaba el cansancio, un resto de horror.

– Apenas unas magulladuras en los hombros -informó-. Como si alguien la hubiera sujetado por ahí un poco fuerte, nada de golpes. Y el balazo. Muy cerca, a cañón tocante. La bala, confirmado, del calibre de su pistola, aproximadamente. Dudo que sea otra que la que recogimos.

– ¿Nada más?

– Nada más. El resto, intacto. Tersa como si no estuviera muerta.

Aún hoy me sorprende aquella póstuma ternura de Chamorro hacia Ruth. Me pareció, de pronto, que la muerte las había hermanado. Eso bueno tiene, al menos. Que nos muestra lo fútiles que son nuestras diferencias.



Capítulo 17 EL REY DEL MAMBO

La muerte, en sí misma, no existe. Por eso es un desperdicio estúpido temerla. Lo atroz de la muerte, lo que debería infundirnos miedo, son los recovecos de la vida a los que impone su estigma. Lo verdaderamente temible es aquello que la muerte no se lleva; los vestigios que quedan ahí para recordarnos, hasta el fin de nuestra memoria (todo el tiempo que ante nosotros se extiende), que aquel que murió estuvo con nosotros y ya no está.

La situación más terrible que viví con ocasión de la muerte de Ruth vino desprovista de toda solemnidad y de cualquier truculencia. Más espantoso que ver su pecho taladrado por la bala, más desgarrador que imaginarla agredida por los bisturíes y las sierras de la forense, fue el instante en que junto a su padre, el brigada Anglada, y su madre, que estaba y a la vez no estaba allí, entré en la habitación que ella había ocupado en el parador y descubrí todo aquello: su ropa en las perchas, su neceser en el baño, sus zapatillas en el suelo, su camiseta naranja sobre la cama que habíamos compartido.

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