La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Mil veces más desolador que cualquier otra imagen que hubiera registrado mi retina en las horas precedentes, fue ver luego a aquella mujer recoger en silencio las cosas, mientras el padre lloraba y se limpiaba las lágrimas, también en silencio. Pero lo que hizo que me doliera el alma hasta resultarme intolerable fue oír al brigada decirme, apenas unos minutos después:

– Sólo tenía esta hija, sargento. No siempre la entendí, pero no era mala. Sé que no hace falta que te lo pida, pero te lo pido. Encuéntralo.

Ni una sola palabra de reproche brotó de sus labios. Ni una mirada que no fuera la limpia mirada de un animal herido salió de sus ojos pertinaces. Y cuando nos separamos y me dio la mano, en sus dedos había la fuerza y el calor de quien quiere sentirse contigo y que te sientas con él.

Hubo naturalmente un funeral oficial, con todos los requisitos. El ataúd con la bandera, el subdelegado del gobierno, jefes, periodistas, un sacerdote prometiendo la resurrección y la vida a los creyentes y tratando de animar a los que se quedaban, o mejor dicho, nos quedábamos sin Ruth. Asistí, y cargué el féretro a la entrada y a la salida del templo, aunque no tenía uniforme y desentonaba con Guzmán, Azuara, Nava y los demás compañeros que allí estaban tratando de contener el llanto que una y otra vez se les venía a los ojos. Luego la subimos a un coche que la llevaría al aeropuerto, donde embarcaría junto a los padres en un avión rumbo a Valencia. Del acto fúnebre no hay mucho más que contar. Los periodistas se marcharon, los jefes también, y el cura fue a quitarse sus adornos y a continuar con la rutina diaria. El subdelegado del gobierno, en su honor debo decirlo, no quiso irse sin saludar al personal de infantería. Se acercó a donde estábamos los que habíamos cargado el cajón en el coche y nos dio la mano a todos. A Guzmán y a mí nos llevó luego a un aparte. Con aire confidencial, nos comunicó:

– Ya he hablado con la juez, ya me he echado todas las culpas y creo que he conseguido darle gusto. Sólo necesitaba que alguien se humillara ante ella, y bueno, asumo que va en mi sueldo. Creo que he conseguido convencerla de que confíe en nosotros y no nos complique la vida. Tendremos que mimarla un poco, pero descuiden, esa cruz ya la arrastraré yo.

Aquello iba más allá de sus obligaciones, y me dio la sensación de que se lo echaba a la espalda como una especie de compensación por habernos expuesto con su iniciativa a las iras de su señoría. También venía a decirnos, de forma más o menos sutil, que le suministráramos puntualmente la información que le permitiera mantener apaciguada a la autoridad judicial.

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