La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Lo que se me ocurría es que el propio Iván, por fastidiar al hombre que le había insultado y amenazado, le hubiera robado el cochecon ayuda de algún amigo o conocido suyo. Que se hubieran ido a correr con él al parque. Que allí hubieran discutido y el otro le hubiera matado. Y que el amigo, que conocía al concejal, hubiera sido el que hizo la llamada anónima al puesto, inventándose que un hombre de la edad de Gómez Padilla estaba forzando la cerradura después de bajarse del coche. Para que dudáramos del concejal cuando denunciara el robo y tuviéramos que pensar que intentaba colárnosla.
– Fino, el amigo -juzgó Chamorro.
– Y retorcido -dijo Azuara.
– Y rápido -concluí.
– Ya veo que no os gusta -constató Morcillo.
– No -dije-. No está mal. No puedo decirte que sea insostenible.
Mi equipo quedó pensativo.
– Y de todo esto qué sacamos -consultó Chamorro.
– Seguimos sin tener ni idea de quién pudo ser -admití-. Pero creo que entre todo lo que acabamos de decir, combinado no sé muy bien cómo, podemos pensar que tenemos el cómo sucedió. Y eso es algo.
La Gomera se aproximaba despacio por proa. El viento soplaba con fuerza y era agradable sentirlo en el rostro, fresco y vivificante.
– Tengamos todo esto en mente -les pedí-. Y ahora, teniendo también presente lo que dijimos al principio, vamos a fijarnos objetivos. Vosotros dos, buscáis a los amigos de Iván y tratáis por todos los medios de localizar a esa rubia. Chamorro y yo vamos a intentar averiguar qué ha sido de los dos fugitivos. Tengo especiales ganas de volver a ver a cierto sujeto.
No me costó mucho encontrar a Machaquito. Estaba donde siempre, en la actitud contemplativa usual, y me dio la sensación de que, en cierto modo, esperando. Apenas nos vio llegar, se levantó y dijo, compungido:
– No sabe cuánto lo… Mi más sentido pésame.
Dejaría que me ahorcaran, antes que decirle a nadie que haya perdido a alguien «mi más sentido pésame». Pero reconocí que Machaquito, recurriendo a esa palabrería acartonada, aparte de ceñirse a su papel, posiblemente obraba con inteligencia. Parapetado tras ella podía ocultar sus verdaderas emociones, y no era improbable que eso le conviniese.
– Gracias -repuse-. Quisiera charlar un momento con usted. Aquí no.
– Donde usía diga, mi sargento.
Hice como que no había oído aquella zalamería, para no pensar que se estaba riendo de mí y no sentir el deseo de saltarle los pocos dientes que le quedaban. Lo condujimos hasta un jardincillo próximo y nos sentamos en un poyete que cerraba por un lado el alcorque de uno de los árboles.
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