La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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– Dios te oiga -deseó.
– Si vuelve a llamarte, dímelo, y le fundo los plomos. Hay mil maneras de hacerlo, aunque mida uno noventa. Ten en cuenta que llevo una pila de años tratando con gente que se carga a otra gente. Torres más altas han caído, a manos de enemigos más pequeños. Me sé todos los trucos.
Chamorro meneó la cabeza.
– Estás como una cabra. Y hasta ahora no me había dado cuenta.
– Tranquila -dije-. No le mataré si no es imprescindible. De hecho, prefiero que viva, para que pueda sufrir el martirio de estar consigo mismo.
– La verdad, no sé si me ha salido el mejor defensor.
– Confía en mí -le pedí, ahora en serio-. Si no está loco, sólo se trata de quitarle la sensación de que le sale gratis darte la tabarra. En cuanto no se sienta impune, se achantará. Y si está loco, habrá que averiguarlo y andar atentos, para encerrarlo en un cuarto acolchado o ponerlo a hacer cestos de mimbre antes de que pueda perjudicar a alguien.
– No lo imagino haciendo cestos de mimbre, la verdad.
– Seguro que los hace divinos, bien apretaditos, con esos dedos fortalecidos por el uso diario de la porra.
– Mira que eres malo -se rió.
– Sólo si hace falta. Vamos a ver a PP.
Me gustó el lugar donde Pascual Pizarro tenía su oficina, en un edificio pequeño y blanco frente al mar. Aunque estaba muy cerca del centro, a apenas cinco minutos a pie, era muy tranquilo. En el portal lucían varias placas, con los nombres de diversas empresas. Las que le pertenecían.
Había un vigilante jurado, sentado tras un mostrador. En el interior del edificio reinaba una actividad escasa. No en vano ya eran las ocho de la tarde. También Pizarro podía haber dado por terminada la jornada laboral, pero tenía motivos para abrigar esperanzas de que no fuera así. No es infrecuente que los que trabajan para sí mismos, en parte por la codicia, en parte por la desorganización que acarrea el no tener a nadie que les marque el paso, prolonguen la actividad hasta agotar el último resto del día.
– ¿Tenían cita con él? -preguntó el vigilante, cuando le dijimos que traíamos intención de ver al señor Pizarro.
– No.
– ¿Puedo saber quiénes son ustedes?
– Claro -respondí, mientras sacaba la placa-. Guardia Civil.
El vigilante se quedó algo parado. Descolgó el teléfono.
– ¿Por qué asunto debo decirle que quieren verle?
– Ya se lo diré yo. Es una investigación rutinaria. No se preocupe.
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