La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Pero no llegaron a transcurrir las dos semanas. Apenas se había cumplido una y media cuando un grupo de excursionistas, que se había salido de los senderos autorizados del parque nacional, descubrió en lo más profundo del bosque de laurisilva un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Era un varón, de entre veinte y veinticinco años, y según calcularía posteriormente el forense, debía de llevar unas tres semanas muerto. Pese a ello, Margarethe von Amsberg, antes de desmayarse, y con una frialdad que sólo podía explicar el aturdimiento, o la demencia que ya había comenzado a anidar en su cabeza, pudo reconocerlo como Iván, su hijo desaparecido.
Anglada, por quien supe todo lo que hasta aquí he contado, también me dijo que fue en el corazón del bosque, junto al cuerpo corrompido y maloliente, donde reparó en que para llegar allí había que tomar el desvío por el que aquella noche habían visto regresar al BMW rojo. Luego los análisis confirmaron que la sangre que había en el asiento del coche pertenecía al malogrado Iván, y la autopsia suministró una explicación contundente para el modo en que había abandonado sus venas: el tajo de cuchillo que surcaba su garganta de lado a lado, y que era, por lo demás, la única lesión que presentaba el cadáver. Anglada, que en la primera impresión me pareció una guardia lista y desenvuelta, añadió que desde entonces había adquirido la costumbre de tomarse muy en serio los barruntos de su compañero Siso.
Capítulo 2 LA RUTINA DEL VAMPIRO
La primera vez que vi el rostro del ex concejal y ex vicepresidente del cabildo insular Juan Luis Gómez Padilla fue en una fotografía de periódico. Era un rostro cansado, y sin embargo feliz. La fotografía se la habían tomado a la salida de la audiencia provincial de Tenerife, el mismo día en que el veredicto unánime de un jurado popular le había absuelto del asesinato de Iván López von Amsberg. Su carrera política ya había quedado hecha trizas y sus cabellos prematura y completamente encanecidos daban cuenta del infierno que acababa de atravesar. Pero su mirada, en aquella foto, era la de un hombre que vuelve a ver la calle sintiéndose libre. Y ésa, como sólo sabe quien durante un tiempo la ha perdido, es una gloriosa sensación.
La fotografía me la había facilitado mi nunca bastante reverenciado amo y señor, el comandante Pereira, dentro de un grueso expediente en cuya cubierta se leía el nombre del muchacho muerto.
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