La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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– ¿Puedo elegir?

Pereira esbozó una sonrisa maliciosa.

– Te doy hecha la elección, hombre. Llévate a tu Chamorrito. Ya sé que es lo que quieres.

Me fue difícil mantener la impasibilidad ante la mirada de mi perspicaz comandante. Pero por fortuna, podía respaldar con una fría e inquebrantable convicción profesional cada una de las palabras que dije a continuación:

– No sólo es que trabaje a gusto con ella, que no lo niego. Es que me parece la mejor para esta clase de marrones.

– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

– Porque no se rinde nunca.

– Sí, es dura, la Chamorrito -concedió Pereira, pensativo-. Una tía con un par de cojones.

Me imaginé la cara que habría puesto Chamorro, si hubiera escuchado al comandante, tratándola en diminutivo y formulando sobre ella esa clase de observaciones. Me representé la ira que le asomaría a los ojos, y que sin embargo contendría. O no. A veces no se sabía del todo, con ella.

– Tenga usted cuidado, mi comandante. Ya sabe que alguno ha ido de gracioso cambiándole de orden las letras del apellido. Y es una broma desafortunada, aunque sólo sea porque no hay nada de eso.

– Bueno, hombre, aquí se echan muchas horas. De alguna manera hay que distraerse. Y por suerte te tiene a ti, para protegerla.

Pensé en responderle, pero una de las consecuencias de tratar con alguien que lleva una estrella gorda de comandante en el hombro, cuando tú sólo llevas galones de sargento, es que más vale abstenerse de replicar a todo lo que a uno le dicen, aunque se tenga a punto una frase ingeniosa o demoledora. Especialmente cuando se tiene a punto una frase así.

– Muy bien, Vila -concluyó Pereira-. Ahí tienes tu toro, y a tu banderillera preferida. Sólo espero que te concentres en el bicho y que rehuyas la tentación. Quince días en Canarias son una ocasión inmejorable para perder el control con una chica joven. Y ya sabes lo escasos que andamos de ellas y lo mucho que nos cuesta conservarlas cuando dejan de ser solteras.

La última frase de Pereira se había salido del tono relajado de la conversación. Era verdad que casi todas las chicas, en cuanto se casaban y pensaban en tener hijos, se largaban de la unidad. El régimen de trabajo allí, con viajes prolongados y a veces imprevistos, jornadas ilimitadas y desorden vital continuo, no era, desde luego, el más propicio para conjugarlo con una maternidad responsable. Tampoco con una paternidad en condiciones; de eso sabía yo algo.

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