La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Pero no teníamos datos para pensar que pudiéramos estar arriesgándonos a que sucediera algo así. En absoluto.
– ¿Sabe al menos en qué andaba ayer la fallecida?
– Hablé con ella por la tarde. Me propuso hacer algunas comprobaciones rutinarias, con posibles testigos. La autoricé sin la menor preocupación. Con la mayoría habíamos hablado ya y no eran personas que presentaran ningún problema. Amigos de la víctima, jóvenes normales.
– Pues por lo que parece, acabó viendo a alguien un poco anormal. Y dígame, ¿qué es lo que han descubierto, sobre la muerte del chico?
– Hasta ahora, no mucho más que en la primera investigación -repuse-. Que Iván López traficaba con droga a pequeña escala, algo que no se había podido determinar hace dos años. También hemos conseguido referencias de algunas personas concretas que podrían tener alguna relación con esas actividades y quizá con el crimen, pero aún sin contrastar. Estamos muy lejos de poder considerar a alguno de ellos como sospechoso.
La juez reflexionó durante unos instantes.
– Pues mire -dijo-, no soy una experta en investigación criminal, pero me parece que de un modo o de otro se han acercado al objetivo. Le recomiendo que repase sus actividades de los últimos días, y que trate de ordenar sus ideas. Y en cuanto lo haya hecho, espero que venga a contármelo. Ahora, ahí la tiene. Fíjese en todo lo que tenga que fijarse y la retiramos.
Eché a andar. La juez me observó como si recapacitara.
– Sargento -me llamó.
– Sí, señoría.
– Por encima de todo, sepa que lo siento. Ya puedo imaginarme que lo estará usted pasando muy mal.
– Imagina usted bien.
– No dude en pedir todo lo que le haga falta. Pero infórmeme, por favor.
– Descuide, señoría.
No esperaba que se excusara por obligarme a soportar su reprimenda, en aquellos momentos en que necesitaba todas mis fuerzas para tragarme el dolor y ardía de impaciencia por hacer mi trabajo. No esperaba que aquella mujer convencida de su valía y de su propia importancia tuviera la debilidad de concebir que podía equivocarse. Tampoco la descalifiqué por eso, ni como persona ni como juez. Parecía capaz, no decía tonterías y no pensé que no mereciera ocupar el puesto que ocupaba, o que no se lo hubiera ganado. Pero me propuse reducir el trato con ella al mínimo imprescindible, y mientras me acercaba al coche la borré por completo de mi mente.
Pese a todo, la costumbre de bregar con muertos te endurece.
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