La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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No me desmayé, cuando divisé aquel bulto en el asiento del conductor, tapadopor la manta. Tampoco cuando Azuara levantó la manta y vi su rostro, congelado en una mueca en la que se mezclaban la sorpresa y una tristeza infinita. Ni siquiera cuando apareció ante mis ojos su pecho roto y cubierto de sangre. Aquel mismo pecho que… Allí siguió mi cuerpo, tozudamente de pie, mientras mi alma mordía el polvo de un desierto ingente y solitario. Porque al verla allí, perdida para siempre, supe que la quería. No que habría seguido queriéndola si no hubiera muerto, no que habría alterado mi vida por ella ni que se la habría entregado con abnegación, porque nada de eso podría ya saberlo. Sino que alguna noche, muchos años después, soñaría con ella, y por la mañana se me erizaría la piel al sentir, mezcladas, la herida irremediable de su ausencia y la dulzura de haber podido volver a rozarla.

En fin, también nos fijamos en lo que debíamos fijarnos, como la juez había dicho. Le habían disparado a quemarropa, con su propia arma, que habían dejado abandonada sobre su regazo. La trayectoria de la bala, que tras atravesarla se había alojado en el lateral de la carrocería, sugería que el tiro había partido de la posición del copiloto. Había sido uno solo, y aparte de eso no había más huella de violencia. Tampoco de otra índole.

– Limpiaron el coche, y por lo que hemos visto en la parte que presenta, también la pistola -dijo Guzmán-. Estábamos revisando ahora las superficies exteriores, pero ya sabes que ahí es menos probable, y con la humedad de la noche, supongo que no podemos esperar mucho por ese lado.

– ¿Quién la encontró? -pregunté.

– Yo -dijo el cabo Valbuena-. Y éste -señaló a uno de los guardias-. Pasábamos por la carretera y lo vimos, el coche. Nos pareció raro. Nos acercamos y nos la encontramos, así como la están viendo ahora.

– ¿Qué hora era?

– Las tres de la mañana, pasadas.

– ¿No hay huellas de otros coches? ¿De zapatos?

Guzmán meneó la cabeza.

– Lo hemos repasado palmo a palmo. Nada de nada. El terreno es un poco duro, de todas formas.

– ¿Alguno la vio, ayer?

Intervino Nava.

– Pasó por el puesto, a saludar.

– ¿A qué hora?

– Sobre las siete y cuarto.

– ¿Y cuándo se fue?

– En seguida.

– Así que pongamos que desde las siete y media no sabemos qué hizo.

Nava meneó la cabeza.

– Desde las ocho -precisó-. Yo había quedado en el centro con unos conocidos y ella me acercó hasta la plaza.

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