La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Ahí, a las ocho, bueno, minuto arriba o abajo, fue la última vez que la vi.
– ¿Qué te dijo que iba a hacer?
– Me dijo que iba a buscar a los amigos del chico. Que iba a intentar localizar a una rubia misteriosa de la que por lo visto os había hablado la hija del concejal. Pero supongo que tú sabrás mejor de qué va todo eso.
Noté en el tono de Nava una especie de recriminación. Su rostro demacrado lo subrayaba. Era lo único que me faltaba, después de la juez. Por fortuna, el teniente Guzmán andaba al quite y tenía otro talante.
– A mí me llamó por teléfono -reveló-. Y me contó eso mismo. Me dijo que te había propuesto buscar a esa chica. No sé cómo se acabó encontrando con… -tuvo que hacer un esfuerzo para seguir-. En fin, con quien le hizo esto. No parecía que fuera a enfrentarse a ningún peligro.
– Yo tampoco lo sé, mi teniente, te lo juro -dije, desolado.
– Vamos -me dijo, vigilando de reojo a la juez, que charlaba a unos cuantos metros con la secretaria judicial y la forense-. No te dejes comer la moral por esa niñata déspota. Tú no has tenido la culpa de esto, Vila.
– La niñata es la juez, y no deja de tener una parte de razón -lamenté-. Si ha pasado esto, y nos coge como nos coge, es porque hemos revuelto algo sin darnos cuenta. Y no voy a poder evitar sentirme culpable de eso. He tenido casi una semana para enterarme de lo que me traía entre manos.
Nava, aunque su semblante, entre la falta de sueño y todo lo demás, continuaba viéndose tenso, se sumó entonces al teniente, conciliador:
– No te tortures, compañero. Ha rodado mal, qué le vamos a hacer. Todos los que estamos aquí sabemos lo que nos jugamos. Ella lo sabía.
La miré, otra vez. Sí, era posible que lo supiera, y que lo hubiera aceptado. No era cobarde, no rehuía la pringue ni el sacrificio; me parecía que, a pesar de todas las singularidades de su carácter, creía en lo que hacía, y que iba a merecer de sobra la medalla que le concederían a título póstumo. Más que otros que las paseaban a manojos en vida, haciéndolas tintinear.
– ¿Tenéis una bolsita por ahí? -preguntó de pronto Chamorro.
– ¿Eh? -dijo Guzmán.
– Yo tengo, qué hay -se le unió Morcillo.
Mi compañera estaba inclinada sobre el asiento del copiloto, con la vista fija en un punto. Sin apartarla, le tendió la mano a Morcillo.
– Cabellos -reveló-. Al menos un par.
– Coño, si he mirado antes -dijo Morcillo.
– Están metidos en un pliegue. Dame las pinzas.
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