La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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En ese momento, los faros de un coche surgieron al final de la carretera. Siso se apresuró a apagar la luz interior del todoterreno.

– Una idea cojonuda -protestó Anglada-. Ahora ese paisano se pensará que estábamos haciendo manitas.

– Hombre, tampoco deberíamos estar aquí atrás, jugando al ajedrez.

– ¿Y cómo tenemos que estar, quietos y con la mano en la pistola?

El coche llegó a su altura. Era rojo y venía quizá un poco más deprisa de lo corriente, para aquella hora y aquella carretera, aunque sin rebasar ostensiblemente el límite de velocidad. Durante la fracción de segundo en que estuvo a su altura, Siso y Anglada pudieron obtener un atisbo fugaz de sus ocupantes: dos individuos cubiertos con sendas gorras de visera.

– ¿Le cazaste la matrícula? -preguntó Siso.

– No. ¿Por qué?

– No me da buen rollo.

– Tío, son las tres de la mañana. Vendrán de meterse un poco de marcha y puede que alguna cosilla, puestos a pensar mal.

– Razón de más para preocuparnos.

– Vamos, Siso. No parece que se salgan del carril. Tampoco te pases.

– Van hacia el parque. ¿Para qué coño van hacia el parque, a estas horas?

– Yo qué sé. Les parecerá romántico. Hay luna llena.

– Creo que eran dos tíos.

– ¿Y qué más da eso?

Siso, serio, apartó a un lado el ajedrez magnético y abrió la portezuela.

– Seguiremos luego. Vamos tras ellos.

Anglada dudó durante un instante, mínimo. Siso era más antiguo y por tanto el jefe de la patrulla. Si se le ponía en las narices perseguir a aquel coche, aunque no hubiera ninguna razón para hacerlo, a ella le tocaba aguantarse y obedecer. Segundos después ya estaba al volante, sacando el todoterreno de la cuneta y enfilando la carretera por la que el vehículo sospechoso acababa de perderse. Siso, en el asiento del copiloto, había adoptado una expresión oficial. A Anglada, cuando no la obligaba a emprender persecuciones absurdas a la luz de la luna, le hacía gracia aquel guardia. Era el típico militarote, chapado a la antigua, aunque apenas pasaba de los treinta años. Anglada le había adivinado primero, y sonsacado después en las largas horas de patrulla, una educación encaminada casi desde la cuna a hacerle vestir de verde y ponerse debajo de un tricornio. Siso, cómo no, era hijo del Cuerpo, y depositario de su más rancia tradición. Por eso había tenido sus más y sus menos, al principio, para aceptar que su compañero se llamara Ruth.

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