La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Pero Anglada se había hecho con él sin grandes problemas. En el fondo, Siso era un trozo de pan, un buen chico tan disciplinado como simplón.

Avanzaron por el paisaje semidesértico, entre las montañas. A Anglada le gustaba aquella isla y no le importaba conducir por sus carreteras. Cuando el servicio se le hacía demasiado pesado, se consolaba admirando las singulares perspectivas que siempre le ofrecían los flancos del camino. Llegaron a la boca del túnel, sobre la que se alzaban unas cuantas palmeras. Durante el tránsito por las entrañas de la montaña, la oscuridad se hizo más intensa y ambos sintieron cómo iba descendiendo la temperatura. Anglada, que había atravesado ya muchas veces por allí, no pudo sorprenderse cuando a la salida del túnel se vio en un paraje completamente distinto del que había al otro lado. El desierto había dejado paso a un extraño bosque, húmedo e impenetrable, y sobre la carretera se desplomaba una niebla pronto condensada en pequeños chorros de agua que resbalaban sobre el parabrisas. Conectó los faros suplementarios. Acababan de entrar en el parque nacional.

– ¿Qué hacemos cuando lleguemos a la primera bifurcación?

– Seguir tieso -ordenó Siso.

– ¿Por alguna razón en especial?

– Porque lo digo yo.

Anglada meneó ligeramente la cabeza.

– Mira, Siso, no es que quiera cuestionar tu autoridad, ni mucho menos tu criterio, pero respetuosamente te digo que creo que estamos perdiendo el tiempo. Nos llevan bastante ventaja y no sabemos adónde van.

– Písale más.

Aquello sí le molestó a Anglada. Redujo y aceleró con brusquedad. Si aquel infeliz quería movimiento, lo iba a tener. Era una buena conductora, y además había hecho el cursillo de persecución. Recordaba que el profesor, un ex delincuente antaño especializado en el robo de vehículos, se había quedado estupefacto al comprobar sus habilidades. Como buen quinqui, tenía una visión bastante convencional de la vida. Que una pibita chachi fuera guardia civil ya le descolocaba, pero que una mujer resultara una virtuosa del volante era definitivamente demasiado para sus firmes prejuicios.

Apretó el acelerador y afeitó curva tras curva hasta que sintió el miedo de Siso a su derecha. Su compañero se había agarrado al asa de encima de la puerta y contenía la respiración de forma perceptible. Al fin habló:

– Cuidado. No vayamos a tener un accidente.

– Podría correr todavía más -dijo Anglada-. No lo hago para no asustarte.

– Anglada, no me jodas.

Anglada se rió.

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