La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Conocía el historial de problemas familiaresde Siso, y también un par de infidelidades conyugales del guardia. Pocas cosas se le pueden ocultar a tu compañero de patrulla, y más bien apetece no ocultarlas.
– Tío, si no la soportas, deberías darle puerta.
– ¿Y los niños?
– Por los niños, precisamente. Total, casi no te ven, con la paliza de servicios que llevamos encima. Que estén con su madre, aquí o donde quieran, y tú te los coges en verano y te los llevas a Eurodisney o a Port Aventura y te conviertes en el papá guay. Que ella se ocupe de regañarles.
– Se nota que no tienes hijos.
– Procuro no tener remilgos, nada más. Muchas de las cosas que creemos no son más que la mierda que nos han puesto en la cabeza para que nos limitemos a cumplir el papel que nos asignan en la función. Quítatela de encima, si te está dando por culo. Sufrir no te va a valer para nada. Ni a ella.
Siso la observó con cara de asombro.
– Me dejas verdaderamente agilipollado, Ruth. Nunca había visto a una tía hablar así de otra tía.
– Aquí no soy técnicamente una tía, sino tu colega.
– Eso es otra cosa que me alucina.
– ¿El qué?
– Que te metieras aquí. No sé por qué coño lo hiciste.
– La vida es extraña, Manolo. Cuando tenía doce años, yo quería ser bailarina clásica. Con dieciséis, bailarina de striptease. Y aquí me ves, vestida de verde y poniendo a soplar a los borrachos, en vez de bailar para ellos.
– Contigo no hay quien hable en serio.
– Sí, pero me vuelvo demasiado trágica. Por eso lo evito.
– Hostia, mira ahí.
Anglada también lo vio. En el siguiente cruce, a unos doscientos metros, un coche rojo acababa de incorporarse desde la derecha con una brusca maniobra. Era imposible asegurarlo, desconociendo su matrícula y sin haberlo visto lo suficiente para identificar el modelo, pero parecía el mismo de antes.
– Métele -dijo Siso.
Anglada aceleró. El otro iba muy deprisa, tan deprisa como para arriesgarse a embestir la masa boscosa en la primera curva.
– Nos ha visto, y mira cómo le pega.
– Ya veo, ya -asintió Anglada.
– Aquí huele a mierda, te lo digo yo. Son ocho años de chuparme caminos. Aunque no seas un lince, se te aguza el olfato.
Por mucho que lo intentaba, Anglada no conseguía recortar la distancia por debajo de los cien metros. El de delante parecía un buen coche, y el conductor estaba resuelto a sacarle todo lo que tuviera dentro.
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