La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Me temo que ArnoldSchwarzenegger está siendo una mala influencia. Tendré que dar parte de él.
– Anda, déjalo ya. Y no le pongas más motes.
– Es que siempre se me olvida cómo se llama.
– Arturo. Y no se te olvida, sólo es por chinchar.
– En todo caso, espero que aproveches el vuelo para empaparte. Podríamos haberlo aprovechado para intercambiar impresiones, si hubieras sido más diligente, pero bueno. Menos mal que fui previsor y me traje lectura.
– ¿Qué has traído?
– Algo ligero, para desengrasar.
– ¿Puedo verlo?
Le tendí el libro.
– «Los muertos también hablan. Memorias de un antropólogo forense» -leyó-. Desde luego, eres un enfermo, jefe.
– Deberías leerlo. Es de un experto yanqui. Todo clarito y la mar de sencillo, apto para principiantes y para investigadores indolentes.
– Un poco de tregua, ¿no? -protestó.
Le dio la vuelta al libro y empezó a leer la contraportada:
– «No tenemos secretos para nuestros huesos. A estos silenciosos y obedientes siervos de nuestro tiempo les contamos sin rubor absolutamente todo. En los archivos de nuestros esqueletos están guardados los diarios íntimos de nuestras vidas.» Ajá. Así que la cosa va de huesos.
– Eso es lo que estudia la antropología forense. Ahí donde lo ves, este tipo, William Maples, fue el que descubrió que los huesos que guardaban en Lima como el esqueleto de Francisco Pizarro eran en realidad de un clérigo.
– Pizarro, ¿el conquistador?
– Sí.
– ¿Y cómo supo este tío que los huesos eran de un clérigo?
– Por la complexión, por su estado. De un clérigo o de alguien de vida sedentaria. Alguien blandito, y no la mala bestia que era Pizarro.
– No habría imaginado que los huesos dieran para tanto.
A veces, a uno le apetece hacer un poco de daño. Normalmente uno se reprime, y en especial cuando se trata de alguien a quien se aprecia. Pero otras veces, por razones diversas, no. La miré a los ojos y le dije:
– Te lo tengo dicho, Virginia. Eres luchadora, trabajas con rigor y se puede confiar en ti. Pero tienes que ejercitar más la imaginación.
Chamorro se puso seria. No tenía demasiada cintura para encajar un reproche, aunque fuera uno cariñoso e irónico como aquél.
– No te piques, mujer. Sólo trato de hacerte ver que esto de los muertos no es nunca un problema matemático. Hay que buscarle, bueno, la poesía.
Chamorro alzó los ojos.
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