La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Capítulo 7 ALGUIEN MUY GORDO

No mepareció oportuno, ni prudente, visitar de improviso a Margarethe von Amsberg. Aunque nunca haya llegado a ejercer como psicólogo, al menos no en el terreno de la práctica clínica, con lo que se me quedó de lo que me enseñaron en la facultad, y el sentido común, no podía sino juzgar desaconsejable presentarme sin más ante aquella mujer para remover las aguas pantanosas de un trauma tan intenso y prolongadamente sostenido.

Llamé pues a la madre, a fin de anunciarle nuestra visita y tratar de convenir con ella la hora en que pudiera recibirnos con menor trastorno. Margarethe, a juzgar por cómo sonaba su voz a través de la línea telefónica, me pareció, de entrada, una persona en precaria posesión de su cerebro.

– Sí, ¿quién es? -murmuró, con voz desmayada.

– Soy el sargento Vila, de la Guardia Civil -dije, despacio-. Ayer estuve hablando con su cuñado, creo que él ya la avisó de que la llamaría.

– ¿Villa, dice usted? -preguntó, recelosa-. No, él me dio otro apellido. Uno así como, italiano, espere, lo tengo apuntado por ahí.

– Sí, quizá le dij…

Pero antes de que pudiera explicarle nada, oí el inconfundible ruido que hace un auricular al dejarlo sin mucho cuidado sobre una superficie dura. Margarethe tardó más de medio minuto en volver a irrumpir en la línea.

– A ver -dijo-, el apellido que yo tengo aquí apuntado es…

– Bevilacqua -me adelanté.

– Be-vi-la-gua -recitó, indiferente a lo que yo acababa de decirle.

– Eso es. Pero como resulta un poco difícil de pronunciar…

– Y usted me ha dicho que su apellido es… ¿Viña? ¿Qué pasa, por qué no me llama ese Bevila… Bevilagua? -inquirió, angustiada.

– Soy yo mismo -expliqué, resignado-. El sargento Bevilacqua. Me llaman Vila porque a la mayoría de la gente se le hace más fácil.

– No lo entiendo. ¿Por qué si se llama de una manera deja que le llamen de otra? ¿Por qué me dice que se llama como en realidad no se llama?

Aquella conversación empezó a parecerme un déjà-vu de las muchas veces en que me he visto sumido en una situación absurda, y especialmente de la sensación que me acometió cuando, con veinte años, y por prescripción de un profesor sádico, me metí entre pecho y espalda el famoso Tractatus de Wittgenstein. De todo el libro, sólo se grabó en mi memoria la última frase: sobre aquello de lo que no se puede hablar, hay que callar. Un consejo lleno de inteligencia, que puse en práctica con aquella mujer.

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