La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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– No te hagas ilusiones -tercié-. He estado yendo en ese asiento durante varios días. Seguro que son míos.
– No sospecharé de ti -bromeó Chamorro, aunque fuera una broma tan desvaída como el momento exigía-. Tengo comprobada tu coartada.
– Menos mal -me congratulé, sin lograr sonreír.
Cuando los tuvo en la bolsita, Chamorro miró los cabellos a la luz.
– No se distingue bien si son de diferente color -apreció-. Pero son de diferente longitud. Uno podría ser de los tuyos, sí. Otros son más largos.
– Se me ocurre una estupidez -dijo Morcillo.
– ¿Cuál? -preguntó Guzmán.
– Tenemos los cabellos que aparecieron en el coche del concejal, en su día. Y entre ellos, os recuerdo, uno que no se consiguió identificar.
Debo reconocer que me había olvidado de aquel detalle.
– Joder, Morcillo -exclamé-. Pues ya sabes lo que hay que hacer. Dame una bolsita y un bolígrafo, por favor.
Me arranqué dos, o tres, o yo que sé cuántos cabellos. No fue difícil, porque ya no se sujetaban a mi cráneo con la contumacia de los veinte años. Los metí en la bolsita y la identifiqué con mi nombre. Luego se la tendí.
– Defiende esas muestras con tu vida -le pedí-, hasta que las mandemos al laboratorio. A lo mejor no sirve para nada, pero hay que probar.
En eso, se acercó la juez.
– Bueno, señores, y señoras -dijo, con cierta ironía-. Creo que ya no esperamos más, si no tienen inconveniente.
– No, señoría -me sometí-. Disculpe.
No quise estar en primera línea cuando levantaron el cadáver. Primero, Morcillo se hizo cargo de la pistola, que guardó en la bolsa correspondiente. Luego, los dos empleados de la empresa de ambulancias, bajo la supervisión de la forense, la sacaron del coche. No pude mirar cómo su cabeza y su cabellera caían hacia atrás. Pronto estuvo otra vez oculta, y entonces supe que nunca más se ofrecería nada de ella a mis ojos. Sentí el latido en falso, la debilidad en las piernas. Respiré hondo. A veces estar vivo también es eso, notar el golpe, sentirse fallar, apretar los dientes. Y soportarlo.
Se fue la ambulancia, se fue la forense, la secretaria judicial, la juez. Los idiotas de los guardias, salvo los que escoltaban a la ambulancia, nos quedamos todavía allí un rato, abatidos y recorriendo hasta el último milímetro de la escena del crimen.
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