La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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El vigilante marcó un número.

– Hay aquí dos guardias civiles que preguntan por el jefe -informó a su interlocutor-. No me han dicho. Una investigación rutinaria, dicen.

Lo tuvieron esperando cerca de medio minuto. Al fin, asintió un par de veces y devolvió el auricular a su base.

– Pueden subir. Por ese ascensor. Cuarto piso. Ya les recogen allí.

– Muchas gracias -dije.

Cuando se abrió el ascensor en la cuarta planta, había, en efecto, una persona esperándonos. Era una mujer de treinta y muchos, vestida informalmente con vaqueros y una blusa liviana y suelta. Era amable, o amable se mostró con nosotros, aunque la tuvieran allí trabajando a esa hora.

– Vengan conmigo, por favor.

El edificio carecía de lujos. Era funcional, y el mobiliario, bastante desprovisto de elegancia, resultaba además anticuado. La mujer nos llevó hasta una zona en la que la vulgaridad y el desaliño quedaban subrayados por el ostentoso revestimiento de madera de las paredes. Quizá en otro tiempo aquella madera había sido aparente. Ahora se la veía deslucida.

La mujer llamó a una gran puerta que se abría en medio de la pared. Una voz atiplada gritó «adelante». La mujer giró el picaporte, empujó la puerta, se apartó a un lado y nos indicó que pasáramos. Al fondo, tras una mesa atestada de papelote, se acababa de incorporar un hombre.

Pascual Pizarro andaría por los cincuenta y tantos. Gastaba una buena barriga y un bigote entrecano y no iba a un buen peluquero o no iba a menudo. La ropa que llevaba era vieja y apagada, y no se veía muy limpia. Su despacho, angosto y feo, terminaba de dar cuenta de su personalidad. Estaba lleno de cuadros hasta el último rincón de pared disponible. Alguno parecía hasta bueno. Ninguno denotaba mucho gusto. Todos debían de ser caros.

– Pasen, por favor -pidió.

Avanzamos hacia él. Antes de que llegara, ya me tendía la mano.

– Pascual Pizarro -se presentó.

– Encantado -respondí-. Soy el sargento Vila. Virginia, mi compañera.

Estrechó también la mano de Chamorro, haciendo con ella una media reverencia. Sólo le faltó decir «a sus pies, señorita», o algo así de rancio. Luego nos invitó a tomar asiento en dos sillas que tenía ante la mesa.

– Gracias por recibirnos. Sé que no son horas -me disculpé.

– No se preocupe, yo trabajo hasta tarde. Pero la verdad es que me coge un poco de sorpresa, su visita, sobre todo cuando me han dicho que es para una investigación rutinaria.

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