La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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En definitiva, uno se va a otra parte y el mundo sigue siendo el mismo, porque es el mismo el que lo mira, y lejos de casa ni siquiera se tiene el consuelo de las pequeñas cosas familiares que le ayudan a uno a construir la ficción de que sabe dónde está y por qué. Aquella tarde de febrero, quizá porque era gris y fría y porque debía pedirle un favor a mi ex mujer, mi estado de ánimo era más bien el segundo. Pensaba en hacer la maleta y en lo que iba a meter en ella como en una penitencia insoportable.
– De siete a nueve -concedió mi ex mujer, con su severidad habitual-. Ni un minuto más, que luego se le trastoca todo el horario y lo padezco yo.
Era justo. En realidad, ella estaba hecha de mejor pasta de lo que yo solía reconocerle. La culpa de todo, si es que en estos asuntos hay culpas, que seguramente sí, la había tenido yo. Y ahora no podía esperar que ella se mostrara dulce y generosa conmigo. Había perdido ese derecho.
Aproveché aquellas dos estrechas horas con mi hijo como pude, es decir, con más pena que gloria. A sus nueve años, tenía el don de desconcertarme casi siempre, porque en los seis o siete días que pasaban entre cada uno de nuestros encuentros cambiaba de forma a veces difícil de asimilar. Se dejó interrogar sobre el colegio y demás cuestiones cotidianas con la habitual displicencia, y aceptó el plan, un rato de scalextric, con su no menos invariable desgana. Luego no lo pasó mal, porque hicimos un circuito grande y le dejé ganar y echarme a la cuneta en las curvas. Pero a pesar de todo, en toda la tarde no logré que se me disipara la sensación de fracaso.
Antes de restituirlo al cobijo de su madre, quise mitigar el mal:
– Con este viaje nos han hecho una faena. Pero ya nos desquitaremos.
– ¿Cómo? -preguntó, sin dejar de mirar al frente.
– No sé, piensa en lo que más te apetezca.
– Me apetece que me lleves a disparar.
Debía habérmelo temido. Tenía esa fijación.
– Eres demasiado pequeño para sujetar la pistola. Y ya te he dicho que no puedo gastar la munición como me parezca. No es mía.
– Entonces me apetece dejar de ser demasiado pequeño y tener dinero para comprarme mi propia pistola y mis propias balas.
– Ya. Pero para eso vas a tener que esperar un poco. Piensa en otra cosa.
– Bueno, ya lo pensaré. Adiós.
Aquella noche, como muchas noches, tardé en dormirme.
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