La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Empecé acordándome de cuando vivíamos los tres juntos, de aquella época lejana en que Andrés se conformaba con pistolas de agua y su madre acariciaba al decirlo mi nombre de pila. Luego me puse a pensar en La Gomera, donde nunca había estado. Pasó fugazmente por mi mente la imagen de Chamorro, que a esas horas dormiría a pierna suelta en su cama, o quizá, preferí no completar la suposición. Me dormí dándole vueltas a los detalles de la muerte de Iván López von Amsberg y, como el triste vampiro que era, soñé con un cuchillo que resbalaba sobre una garganta y con la sangre que acudía, puntual y alborotada, a derramarse sobre el pecho de un muchacho desprevenido.



Capítulo 3 SI LA HISTORIA LA ESCRIBIERAN LOS GUSANOS

Según me ha mostrado mi propia experiencia, y algunas ajenas que he tenido ocasión de conocer con cierta profundidad gracias a mi trabajo, la vida tiene una deplorable facilidad para convertirse en algo feo e insatisfactorio. Lo peor del asunto es que, cuando le da por ahí, uno no sabe hasta dónde puede llegar, porque otra de las cosas que tiene, la vida, es que no reconoce los límites que uno quisiera imponerle para conjurar la angustia y el terror. A partir de esta constatación, varía mucho la actitud que toma cada cual. Hay quien se pega un tiro y hay quien prefiere pegárselo a otro, lo que no tiene un efecto tan definitivo sobre el problema, pero permite ganar algún tiempo. Hay gente que se sume en la tristeza, y gente que busca consuelo en alegrías artificiales, entre el surtido de ellas que nuestro moderno sistema de distribución y suministro de mercancías expende a quien pueda pagarlas. Hay quien decide enfrentar la existencia con una visión pesimista, pero también quien de forma inopinada se convierte al más férreo optimismo.

De joven, y cuando digo joven quiero decir antes de empezar a levantar cadáveres con cierta frecuencia, yo era un pesimista obstinado y fastidioso. No descarto que fuera eso lo que me condujera, precisamente, a la psicología. Para un pesimista, el estudio de los desarreglos de la mente humana puede llegar a ser una gozosa fuente de confirmaciones de su convicción. La cosa empezó a cambiar cuando me puse a convivir de forma efectiva con el desastre, y terminó de invertirse cuando la muerte se convirtió en mi compañía y mi ocupación cotidiana. Desde entonces, soy un optimista contumaz. Ver truncarse las vidas, con todo lo que cada vida llega a contener, y verlas truncarse por motivos absurdos o irrisorios, y de formas a menudo atroces y desdichadas, despierta en uno una inevitable desconfianza hacia los semejantes, pero también una necesidad incontrolable de proteger y alimentar a cada segundo la ilusión de vivir.

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