La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Por eso me comeré los veinte años, como Dios. Pero no voy a dejar de negarlo, mientras me quede aliento. Yo no la maté, ni quise que muriera. No habría podido quererlo. Hasta el final, aunque ahora veo que con bastante poca fortuna, lo único que quise fue protegerla. De lo que había hecho y de lo que podía caerle por ello. Y también, por encima de todo, de sí misma. Ahí fue donde la cagué. No comprendí que mi enemigo podía más que yo.
Chamorro se volvió hacia mí, con un gesto expresivo. Asentí. Ya estaba. Ésa era la historia que aquel hombre iba a sostener. Ya se la habíamos arrancado. Ahora podíamos creerla, o no. Pero la historia estaba ahí. No estaba peor construida que otras. Y nos bastaba para hundirle.
– No quiero dejar de preguntártelo, Nava -me sinceré-. Aunque me digas que no es asunto mío, y que no me quieres responder. No lo hagas si no quieres. Pero me intriga, de veras. Hace algunos años juraste defender lo que tú sabes. Por qué coño te pasaste al bando de enfrente. Para qué.
Las lágrimas volvieron a brillar en los ojos del sargento primero.
– No dejé de defender lo que juré defender, a pesar de todo -aseguró-. Si he podido ayudar a alguien, no he dejado de hacerlo. Pero a la vez me pasé al bando de enfrente, sí. No es tan raro. Los demonios, a fin de cuentas, fueron antes ángeles, ¿no? A todos nos tira lo que combatimos. Y cuando peleas contra alguien, te haces en cierto modo como él. Miente el que dice que nunca ha tenido la tentación. Yo la tuve, y caí. Eso es todo.
– ¿Por dinero?
– El dinero ayuda, claro. Hace que compense.
– ¿Y qué compraste con él?
– Algún capricho. El chalet. Un coche un poco mejor. Pero tuve cuidado, el chalet no está a mi nombre, y nunca fui por ahí regando billetes. La ostentación es el cepo en el que se pillan los dedos los pardillos. Casi todo está ahorrado. Pon que lo que quise comprar fue un futuro menos incierto.
Había una pizca de sorna, en aquello del futuro menos incierto. Quise entender cómo era posible que un hombre se despeñara así. Hasta el punto de hacer chistes mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
– Sé lo que piensas -dijo-. Tú eres un incorruptible. Conozco el percal. Tengo uno a mis órdenes desde hace muchos años. El bueno de Siso. Pregúntale por qué es guardia. Te hablará del orgullo de llevar el uniforme, del espíritu de servicio, del honor del Cuerpo. Y se le pondrá la carne de gallina mientras te lo dice. A ti te veo un poco menos pánfilo. Pero el resultado práctico es el mismo.
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