La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Hace daño y se queda tan ancho. Te he oído unas cuantas excusas, esta noche. Así que no; no me das la talla.

– Deberías haberte hecho cura, Vila. Me siento como si acabara de confesar, pero en el confesonario. Y mira si hace años que no lo uso.

– Ríete. Pero hay algo que tú sabes que es verdad. Quien pierde la vergüenza, ya no la recobra nunca. Sólo hace falta perderla una vez. Luego, ya va todo cuesta abajo. Búrlate del que se empeña en ser honrado, como Siso. Pero sabes que te lleva esa ventaja. La vergüenza. Que le da una fuerza que a ti te falta, y que le protege de hacer las idioteces que tú has hecho.

Nava hizo memoria. Después, con pulcra exactitud, recitó:

– El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás.

– Veo que no es que no lo recordaras.

– Es enternecedor, Vila, que te creas lo que ya no se cree nadie. Que no te fijes en quién escribió eso, y para qué lo escribió. Tú, un universitario.

Si pienso en mí mismo, tiendo a considerarme cualquier cosa menos un creyente. Pero también esto, como todo lo demás, resulta relativo. Al lado de la de Siso, mi fe dejaba muchísimo que desear. Pero al lado de la de aquel hombre extraviado en el corazón de su laberinto, era mucha. Y aunque he sido educado en la duda (hasta considerarla el cimiento de cualquier forma de civilización) y mi oficio me obliga a practicarla sistemáticamente, me sorprendí a mí mismo dándole a Nava una réplica categórica:

– La verdad es la verdad, la diga quien la diga y para lo que la diga.

– Amén -se burló-. Oye, estoy molido. ¿No vas a llevarme al calabozo para que pueda echar una cabezada, antes de seguirme torturando?

– No te preocupes. Ya deben de estar al llegar.

Llegaron, sí. Media hora después, en el todoterreno que nos llevaba hacia el puesto, aprovechando que Chamorro había subido a otro vehículo y que los dos GRS que nos acompañaban no estaban muy al corriente del caso, me permití hacerle a Nava una proposición no del todo ortodoxa.

– No lo hagas. No le eches mierda encima. Está muerta.

– Por eso mismo, Vila. Qué más le da. Y no voy a decir nada más que la verdad. Así que puedo hacerlo con la conciencia bien tranquila.

– Apiádate de sus padres.

– Lo siento por ellos. Pero yo tengo una hija. Acepto que piense que su padre no fue tan honrado como debía. Pero no que es un desalmado.

– Sabes que no te va a servir de nada.

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