La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Si puedo hacerte una confidencia íntima, no quiero que nadie más me felicite ni me dé las gracias. Por lo menos durante un rato.

Mi compañera sonrió en silencio.

A partir de ahí, todo siguió su curso rutinario. Se hicieron algunas detenciones más, entre ellas las del Moranco y la Cheli, que se habían escondido en Tenerife, y acabó habiendo un juicio en el que tuve que testificar y que sirvió para suministrar material escandaloso a los periódicos durante unas cuantas semanas. Entre otras preguntas antipáticas, tuve que responder a la de si en mi opinión Ruth había podido ser la autora material de la muerte de Iván López von Amsberg. Y tuve que hacerlo aguantando a la vez el implacable escrutinio del ingenioso abogado de Nava y las miradas fijas del brigada Anglada y de Margarethe, a quienes tenía perfectamente localizados en la sala de audiencias. No era la primera vez que me veía declarando ante un tribunal, así que no caí en la encerrona del letrado. Respondí, alto y claro, y sin violentar mi conciencia, que no estaba en condiciones de afirmar el hecho que se me planteaba. El abogado quiso obligarme a decir lo que buscaba, esto es, que Ruth había podido ser la asesina, pero me negué hasta que el presidente del tribunal le amonestó y le dijo que el testigo ya había respondido a su pregunta. Luego me atacó por el otro flanco que resultaba previsible: si podía afirmar taxativamente que el sargento primero hubiera asesinado al chico. Me limité a recordar que las pruebas respaldaban que él se había deshecho del cadáver. Y por más que lo intentó, tampoco me sacó de ahí. Ni él, ni tampoco el fiscal. No siempre es fácil, y aquella vez no lo fue en absoluto, pero cuando salí a la calle, una vez concluida mi intervención, creí que había hecho lo que debía. Con el corazón y la cabeza lo creí.

No asistí a más sesiones del juicio que aquéllas a las que se me citó, y en éstas sólo estuve lo imprescindible. Luego leí en los periódicos que el jurado había condenado a Nava como autor de la muerte de Ruth y le había absuelto del homicidio de Iván, aunque le había condenado por encubrirlo. Como encubridores se condenó también a Pascual Pizarro y a los demás guardias. Me pareció bien, una solución salomónica. Me permití esperar que sirviera para confortar a las familias de los difuntos, y que Nava se portara bien en la cárcel y pudiera llegar a vivir al menos la adolescencia de su hija.

Antes de volver de Tenerife, cuando estuve allí para el juicio, me tomé un día de asuntos propios y me embarqué para La Gomera. Sabía que era un error, pero a la vez no podía dejar de cometerlo.

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