La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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No tengo muchas certezas, pero hay algo que mientras me alcancen las fuerzas trataré de honrar siempre: la lealtad a quien soporta contigo, codo con codo, el barro y el polvo de la misma trinchera. Aunque uno nunca termina de saber si es justa o verdadera la causa por la que lucha, lo que está fuera de cuestión es la indignidad de quien da la espalda al que tiene a su lado.

No nos emborrachamos, pero casi. Tomamos varias copas más, picamos algo y acabamos bailando en un tugurio de salsa; he de reconocer que ella con bastante más prestancia que yo. Es posible que en algún momento de la noche, relajado por el alcohol, llegara a concebir, lo admito, alguna ilusión improcedente. Pero tenía demasiado reciente cierto descalabro como para dejarla prosperar. No iba a caer, precisamente entonces, en aquello de lo que me había cuidado de caer durante tres años. A eso de las doce nos fuimos al hotel y cada uno durmió en su habitación, como correspondía.

Al día siguiente cogimos el avión de vuelta a Madrid. En el aeropuerto, poco antes de que tuviera que apagar el teléfono, recibí una llamada.

– Hola, sargento -dijo una voz masculina.

– ¿Quién es? -pregunté, aún levemente espeso por la resaca.

– Juan. Gómez Padilla.

– Ah, hola, ¿cómo está?

– Agradecido. Y asombrado, para serle sincero.

– ¿Por qué?

– Por muchas cosas. Me asombra que no les haya temblado el pulso. Que hayan reconocido el error. Y lo exquisitos que han sido. Quería darle las gracias especialmente por haberse ocupado de proteger a mi hija.

– No tiene que agradecerme nada. Hicimos lo que teníamos que hacer. Somos nosotros quienes tenemos que estarle agradecidos a ella.

– También por eso les doy las gracias yo a ustedes. Es el primer acto de madurez y de responsabilidad de su vida, que yo sepa. Sólo espero que no corra demasiado peligro por haber colaborado con la justicia.

– Lo dudo, la organización está completamente desarticulada y ella no es indispensable para incriminar a los responsables. No tiene por qué pasarle nada. Pero si en algún momento temen ustedes algo, llámeme.

– En fin, sólo quería decirle que por razones obvias ha sido para mí una suerte haberle conocido. Y que lo celebro.

– Igualmente, Juan.

Colgué con aquella sensación contradictoria en la que vivía desde la antevíspera. La de haber alcanzado el objetivo y a la vez haber fracasado estrepitosamente. Miré a Chamorro y me apresuré a desconectar el teléfono.

– Lo apago -dije-.

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