La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Alquilé un coche y fui a todos los lugares a los que ella me había llevado. Subí al alto de Garajonay, bajé a la playa. Me quedé un buen rato allí, viendo romper las olas.
Había querido saber más de ella. Había investigado. En la academia no había sacado un mal número, aunque habría podido quedar mejor de no ser por algunas faltas disciplinarias; ninguna grave, de todos modos. Tuve acceso a sus tests psicotécnicos y de personalidad. No es mucha la fe que me inspira esa clase de tests, porque sospecho que cualquier persona un poco espabilada puede dar en ellos, si se lo propone, el perfil que mejor le convenga. Los de Ruth, en cualquier caso, revelaban una inteligencia desarrollada y una personalidad algo dominante y narcisista, pero normal. También me informé acerca de su comportamiento en el primer destino que había tenido, en Galicia. Durante su estancia allí, había resultado más bien problemática. Su traslado a Canarias no había sido propiamente una opción; la habían forzado a irse. Quizá por eso, por alguna clase de resentimiento, cuando llegó a La Gomera y accedió, en más de un sentido, a la confianza de Nava, pasó sin demasiados aspavientos a compartir también sus manejos ilícitos.
Pero mientras contemplaba el mar donde había nadado con ella, todo esto dejó de tener importancia. Nunca sabré a ciencia cierta lo que hizo o dejó de hacer. Lo que sé, y elijo recordar, es lo que mis ojos vieron y lo que mis dedos tocaron. Pudo provocarme, mentirme, manipularme; pero en su mirada había una inocencia feroz y en el momento de entregarse era generosa y absurda como una niña. Otros podrán, tal vez, considerarla una desalmada. A mí, después de haber probado el sabor de sus labios, no me asiste ese derecho.
En el camino de regreso crucé por el bosque, y allí volví a tropezarme con la niebla. Mientras conducía, me acordé de cuando Ruth me había llevado, junto a Chamorro, a conocer aquel paraje. Volví a verla al volante, avanzando impasible contra la noche velada por la bruma. La imagen, de pronto, se me antojaba una especie de símbolo de su caída. La niebla la había llamado, y ella, sin arredrarse, había acudido. En eso se resumía todo.
Aunque no pude salvar de ella más que la sombra que ahora guarda mi memoria, ya no tengo la vanidad de culparme. Al cabo del tiempo he comprendido que cuando yo llegué la historia ya estaba escrita y no admitía enmienda ni redención. Nadie podía impedir, una vez que ellas lo habían decidido, aquel misterioso y fatídico abrazo entre la niebla y la doncella.
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