La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Chamorro meneó la cabeza.
– No has debido tomarte el zumo. Vete a saber qué era en realidad.
No volvió a preguntarme las siguientes veces que me oyó reír, salvo la última. La verdad es que fui más bien aparatoso. El caso lo merecía.
– ¿Y ahora, qué marranada macabra acabas de leer? -me espetó.
– Ésta te va a gustar -aseguré.
– A ver.
– «Otro pobre desgraciado» -leí-, «para quien el placer y el dolor estaban muy próximos, se ponía el transformador de un tren eléctrico en el pene, sujetándolo con unas pinzas, y se aplicaba débiles descargas en los genitales.
Por desgracia, en una ocasión (la última), el transformador provocó un cortocircuito y el hombre recibió una descarga de 110 voltios, quedando instantánea e ignominiosamente electrocutado. Los padres escondieron el transformador antes de que llegase la policía. Pero las pinzas eléctricas dejan marcas muy características y muy fáciles de identificar en una autopsia. Tras unas pocas y discretas preguntas por parte de los investigadores, la infeliz pareja se derrumbó y contó la triste verdad de lo sucedido».
– Desde luego, los hombres sois unos capullos -observó Chamorro.
– Oye, ¿a qué viene esa imputación colectiva? -protesté-. Y no me mires así. También las mujeres pueden morir de forma ridícula.
– No estaría de más hacer una campaña divulgativa. Seguro que hay alguno por aquí que se juega el pellejo de esa misma forma.
– Peor. Aquí la corriente va a 220 voltios, el doble. El latigazo debe de hacer que se te salten los ojos de las órbitas.
– Muy gráfico. Oye, si te atrae, ya sabes… Si no tienes trenecito eléctrico, puedes usar el transformador de tu scalextric.
– Chamorro, me parece de muy mal gusto que utilices mis confidencias sobre los juegos que comparto con mi hijo para asestarme ese bajonazo tan vil. Por otra parte, ¿es que acaso tengo aspecto de pervertido?
– ¿Y es que eso se lleva escrito en la cara?
Sostuve su mirada, afectadamente candorosa. A veces, he de reconocerlo, me estimulaba de forma indebida comprobar cómo mi compañera, con el tiempo, se había ido volviendo cada vez más maliciosa y cáustica.
– Muy bien, te dejo que imagines lo que te plazca -repuse al fin-. Pero me gustaría más que pusieras tu cerebro a trabajar sobre ese expediente que llevas un rato leyendo. ¿Algo interesante que quieras decirme al respecto?
Chamorro volvió la vista al expediente.
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