La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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De vez en cuando, por señales como aquélla, me percataba de que ella pertenecía a otra generación. Una generación de gente que aceptaba sin inmutarse cualquier cosa, como por ejemplo ser policía y encontrar divertidas las canciones de tono subversivo. A mí también me divertían, pero siempre me había empeñado en creer que lo mío era un toque excéntrico, algo que me distinguía de la rígida solemnidad de mis congéneres. Con su naturalidad, Chamorro y Anglada dejaban en evidencia mi tonta presunción. Y lo que era más doloroso: lo obtuso que me volvían los años.
Nos pusieron el disco hasta el final, lo que nos permitió oír, entre otros, temas como Cannabis y Sexo y religión. Aunque hasta no hacía mucho, según me constaba, Chamorro había acudido a misa los domingos, escuchó sin despeinarse, incluso sonriendo, aquel nada católico estribillo:
Disfruta de la vida y afollar que son dos días
y que nadie te reprima, rebelión
contra la hipocresía
En una de esas extrañas elucubraciones a las que uno se da de noche y con un par de copas, pensé en la parte que podía tocarme de responsabilidad en la paulatina paganización de mi compañera. Estaba claro que ni por mi carácter ni por la actividad que conmigo realizaba, le ofrecía un buen ejemplo de vida cristiana. Y se me ocurrió que, en caso de existir Dios, hipótesis que no tenía elementos suficientes para descartar, aquélla sería otra falta apuntada en la página de la libreta negra que iba a condenarme al infierno o, en el mejor de los casos, a algún departamento inferior del purgatorio.
A eso de las dos y media, nos dejaron en el hotel. Al día siguiente debíamos coger el barco a La Gomera y si queríamos aprovechar mínimamente el día teníamos que madrugar. Vendrían a recogernos. Guzmán propuso:
– ¿A las ocho?
– Con eso llegamos al barco de las nueve y algo, y entre diez y media y once estamos allí -calculó Anglada.
– Muy bien, a las ocho -dije-. Muchas gracias por el entretenimiento.
– De nada, hombre -dijo Guzmán-. Un placer.
– Que descanséis -añadió Anglada, con un deje equívoco en la voz.
Antes de entrar cada uno en su habitación, traté de averiguar lo que le sucedía a Chamorro. No era el lugar más apropiado, un pasillo de hotel, pero no siempre puede uno escoger el escenario óptimo.
– Perdona si me meto donde no me llaman -dije, cautelosamente-, pero has estado un poco rara todo el día.
– Pues anda que tú -replicó.
– ¿Yo?
– Por dónde quieres que empiece -dijo, irónica-.
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