La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Antes que la que traía por defecto, creo que habría preferido cualquier cosa, desde la última canción de Julio Iglesias hasta el himno de la Gestapo. Aunque bien mirado, reflexioné, como la Gestapo era una policía secreta, no debía de tener himno. Quizá pudiera comprobarse de algún modo. Si existía, seguro que algún nazi paranoico lo habría colgado en su página de Internet. Permanecí enredado en esta clase de razonamientos espesos y absurdos durante unos minutos. Una vez que mi cerebro logró normalizar su funcionamiento y dejar de patinar, constaté que estaba hecho polvo y que sólo me quedaba un cuarto de hora escaso para adecentarme y conseguir donde fuera y como fuera un tazón de café. Tocaba, por tanto, afeitado de emergencia.

No sé a otros hombres, pero a mí me fastidia afeitarme rápido, es decir, mal. Para eso, prefiero no afeitarme. Cuando voy mal afeitado, siento cada uno de los pelillos que no he apurado bien, y eso me envenena la sangre. En consecuencia, salí de la habitación con el gesto torcido y una abominable sensación de picor facial. Llegué al buffet de desayunos del hotel a las ocho menos un minuto. Chamorro estaba sentada a una mesa. Había vaciado un plato de fruta y un yogur natural y terminaba puntualmente su café.

– ¿Con quién te has peleado? -preguntó.

La observé. Recién duchada, con el pelo aún húmedo y sin un gramo de maquillaje en la cara, ofrecía un aspecto irreprochable.

– Dame diez minutos antes de volver a obligarme a hablar -rezongué.

– Bien. No he dicho nada.

El buffet parecía decente, considerando que la categoría del hotel era lo bastante baja como para afrontarlo con nuestras dietas y no perder dinero. En todo caso, no tenía tiempo de probarlo. Me hice con una jarra de café y me la llevé a la mesa con intención de vaciarla. Mientras me servía aquel brebaje de decepcionante transparencia, Chamorro me advirtió:

– Está muy flojo. Si es café, que lo dudo.

La miré, con una ira que no le estaba destinada.

– No es necesario que me respondas -se defendió-. Sólo te informo.

Tenía razón. Si en aquel líquido había algo de café, se habían preocupado de mezclarlo con algo que impidiera notarlo. Pese a todo, me tragué dos tazas, por si de algo servía. Estaba a mitad de la segunda cuando irrumpieron en la sala Anglada y Morcillo. La mayoría de los concursantes habría errado al tratar de acertar cuál de las dos había trasnochado. Anglada, como Chamorro, poseía el arma secreta, el favor de los dioses: la feroz juventud.

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