La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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– Por otra parte -añadí-, me gustaría sentarme en algún momento contigo para tratar de ordenar lo que tenemos y decidir cómo seguimos.

Guzmán miró su reloj.

– Lo charlamos más adelante, si quieres. Yo tengo que estar ahora pendiente de otra cosa. Los padres de Ruth vienen de camino. Me gustaría recibirlos cuando aterricen en Tenerife. Y me temo que voy a tener que irme en el mismo barco que Azuara, si quiero llegar con tiempo suficiente.

– Ah, ya.

– Organiza tú el trabajo hoy. Morcillo se queda contigo. Hasta que haga falta. ¿Me oíste, Morcillo? Te encomiendo al sargento. Cuídalo.

– Lo haré, mi teniente -repuso Morcillo, con su flema habitual.

– Sugiero que estéis atentos a la autopsia -agregó Guzmán-. La forense me ha dicho antes que pensaba hacerla en seguida. Tiene no sé qué luego.

Me representé lo que sería la autopsia, y comprendí que deseaba estar tan lejos de ella como fuera posible. Pero tenía un deber que cumplir.

– Gracias por la información, mi teniente. Me temo que sí, que eso es lo primero. Ya pensaremos en otras cosas después.

En ese punto nos separamos, Azuara y Guzmán camino del puerto, Nava y Valbuena rumbo a la casa-cuartel, y Siso, Morcillo, Chamorro y yo, al depósito municipal, donde iba a practicarse la autopsia. Mientras nos llevaba hacia allí, Siso no pudo reprimir por más tiempo la emoción.

– Me cago en la puta, no hay derecho, mi sargento -sollozó.

– Tranquilo -le puse una mano en el hombro-. Tenemos que aguantar.

– Me acuerdo de todas las horas que he pasado con ella -dijo-. Siempre estaba de coña, no recuerdo haber ido nunca de patrulla con alguien más cachondo, ni más inteligente, ni que tuviera tantas cosas dentro.

– Sin conocerla mucho, sé que era así -dije.

– Y ahora ya no es nada.

– Bueno, no sabemos. Algo es, si tú la recuerdas.

– Que si me voy a acordar de ella. Era una tía de puta madre, mi sargento. Este mundo es una mierda, cuando ella está muerta y tantos hijos de puta se pasean por ahí y se hacen viejos sin que nadie los moleste.

– Qué le vamos a hacer, compañero.

– No hace falta que se lo diga. Si lo coge, al que lo haya hecho, no me deje estar cerca en ningún momento. Porque le muerdo los sesos. Y me importa tres cojones que me manden a la cárcel veinte años.

– Cálmate. Lo vamos a coger. Y no vas a hacer nada de eso. Los veinte años se los va a comer él, y le darán para lamentarlo.

– No sé cómo puede verlo así de frío, mi sargento. Yo…

– No lo veo así de frío, Siso.

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