La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Me estoy conteniendo para no pegarle un cabezazo a la ventanilla. Pero perdería tiempo limpiándome luego la sangre. Así que mejor centrarse y ponernos a lo que nos tenemos que poner.

Morcillo y Chamorro, en el asiento trasero, guardaban silencio. A partir de ese momento, Siso y yo dimos en imitarlas. Ninguno de los cuatro despegó los labios hasta que llegamos ante la fachada del depósito.

Fue triste incluso eso, el lugar donde se lo hicieron. Ya sé que la idea de una sala de autopsias, y cualquier género de alegría, vienen a ser extremos incompatibles. Y también conocía unas pocas de las instalaciones de esas características que salpican la geografía nacional, algunas de una desnudez y precariedad bastante acongojante. Pero ninguna me había producido la siniestra desazón que apenas me acerqué al umbral me produjo aquélla. La forense, ya vestida para faenar, nos saludó y no dejó de invitarnos:

– Si quieren asistir, voy a empezar ya.

Morcillo y Chamorro me miraron. Notaron que dudaba.

– Yo, si no es imprescindible, espero aquí -dijo Morcillo.

Si tienes oportunidad, y esta vez se nos ofrecía, es mejor ver todo lo que puedas de primera mano. Así lo creía yo, al menos, y Chamorro sabía por reiterada experiencia práctica que tal era mi opinión. Me había visto saltarme muy pocas autopsias de las que había tenido ocasión de presenciar. Pero tuve que admitir que no estaba en condiciones. Era embarazoso reconocerlo delante de todos. No me quedaba, sin embargo, otra opción.

– Chamorro -le dije-. Creo que yo no puedo. Y ya sé que así es un poco feo que te lo pida. Pero, ¿me harías el favor de pasar tú?

No sé qué pensaron la forense y Morcillo. Probablemente, que no tenía estómago y que además mi conducta rebelaba una desconcertante indelicadeza hacia mi subordinada. Las dos eran mujeres prácticas, expeditivas y bregadas, al menos en aquellos menesteres, y debieron de interpretar que estaban viviendo un aleccionador episodio de debilidad masculina. Pero no era nada de lo que ellas pudieran pensar lo que a mí me importaba. Lo que me preocupaba era lo que pudiera estar imaginando Chamorro, que me conocía como ellas dos no podían hacerlo, que sabía positivamente hasta dónde llegaba o dejaba de llegar mi estómago, mi delicadeza y, puestos a agotarlo todo, también tenía pistas para delimitar el territorio de mi debilidad. Me observó, sabiéndose a su vez observada, y no puedo decir si adivinó o no lo que había debajo de mi flaqueza. Nunca me dijo nada que me permitiera inferirlo. Nunca me será posible dejar de sospechar que algo se olió.

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