La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Pero, ¿no conocerá usted por casualidad a un tal Florencio Torres, al que le dicen el Moranco?

No se me escapó la dilatación desus pupilas. Se apresuró a contestar:

– Ni idea. ¿Quién es?

– No, si ya me parecía una tontería. Disculpe.

Llegó el ascensor. Entramos. Pizarro sujetó mientras tanto la puerta.

– Sargento -dijo, antes de soltarla.

– ¿Sí?

– Verá, entiendo que está haciendo su trabajo, y que cumple con su deber. Si esa tarjeta estaba ahí, debe investigarlo. Pero no puedo dejar de temer que se esté haciendo ideas equivocadas, y más que nada, para serle sincero, me preocupa el tiempo que vaya a perder por culpa de esas ideas.

– No se preocupe -traté de aliviarle-. No nos asusta el trabajo que haya que hacer, ni el tiempo que tengamos que dedicarle.

– Si puedo darle un consejo, hable con sus compañeros de aquí. Ellos me conocen. Le dirán a qué me dedico y quién soy en esta isla.

– Gracias por el consejo. Así lo haremos. Buenas tardes.

– Buenas tardes.

Soltó la puerta, no podía hacer otra cosa. Un minuto después, ya en la calle, tras dejar atrás al hosco vigilante jurado, Chamorro me dijo:

– Aquí hay tomate, mi sargento.

– De eso no cabe duda, Virginia. Lo que no quiero ni pensar es hasta dónde puede llegar, el tomate. A lo peor vamos a necesitar esos refuerzos que le dije antes a Guzmán que no nos mandara. Déjame el teléfono.

Chamorro rebuscó en su bolso. Sacó el teléfono. Estaba apagado.

– Pero qué… Se me ha quedado también sin batería. Olvidé recargarlo.

– Vale. ¿Cómo vivíamos cuando no había móviles?

Buscamos una cabina. Desde allí telefoneé a Morcillo. Le pedí que dejara lo que estuviera haciendo y viniera a buscarnos. Diez minutos después, aparecían ella y Azuara en el coche. Antes de nada, les pregunté por el resultado de sus gestiones. Morcillo resumió: muchas caras de susto, mucha saliva tragada y ninguna respuesta útil. Decidí continuar la reunión en el parador. Me urgía ante todo recargar la batería de mi teléfono. Me preocupaba que Guzmán o mi jefe pudieran estar llamándome y no me encontraran.

Por eso, en cuanto llegamos al parador, los dejé en la terraza y fui a mi habitación para buscar la fuente de alimentación del teléfono. Lo enchufé a la red y lo encendí para ver si tenía mensajes en el buzón de voz. Había nada menos que siete. Cinco no eran más que el ruido de la llamada al interrumpirse. Uno era de Guzmán y el otro de Pereira, confirmando mi intuición. Después de oírlos, decidí llamar primero a Guzmán.

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