La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Estaban empeñadosen quedarse allí a dormir. Pero insistí en que no hacía falta y los convencí para que tomaran el último barco. Morcillo, no se me ocultó, se marchó un poco escamada. Qué se le iba a hacer. De todos modos esperaba poder decirle pronto por qué había actuado así. Para cerrar el círculo, llamé al teniente Guzmán, a quien le conté que habíamos recogido nuevos indicios en la línea de lo que ya le había avanzado pero que teníamos que profundizar y que prefería continuar al día siguiente, temprano. Guzmán se mostró comprensivo y me exhortó a que descansara, después de la acumulación de emociones del día.
Una vez cubierto ese frente, me quedaba el otro. Antes de nada, le expliqué a Chamorro lo que me proponía, y por qué. Me escuchó con atención, y no quise dejar de pedirle que me expusiera con toda libertad su criterio.
– Estoy de acuerdo -dijo-. Es sólido. Es más que sólido. Me revienta haberlo tenido delante de las narices todo el tiempo y no…
– Quién iba a pensar -la disculpé.
– Parece mentira, sí. Pero estas cosas pasan. Ya se sabe.
– No te lo quiero ocultar. La maniobra tiene peligro.
– Ya me doy cuenta yo.
– Quiero que andes pendiente del menor movimiento.
– No te preocupes.
Lo citamos en el parador, y con el pretexto del teléfono móvil descargado, que debía dejar conectado a la red porque esperaba llamada de mis superiores, le hicimos venir a mi habitación. No opuso resistencia. Si se hubiera resistido, habríamos tenido que salir a buscarle sin perder un segundo, y habría habido que hacerlo de otra forma. Pero era mejor así, fuera de su terreno. Primero nos avisaron desde la recepción. Les pedimos que le indicaran el camino. Un par de minutos después, sonaban unos golpes en la puerta.
– Atenta -le dije a Chamorro.
Mi compañera se colocó el arma entre la parte posterior de la cadera y el pantalón, al alcance de la mano. La había montado antes, como yo la mía.
– Hola, pasa -dije, tras abrirle la puerta.
– Qué tal -respondió, con gesto cansado.
Pasó al centro de la habitación. Me quedé a su espalda. Chamorro, desde el fondo, lo tenía cubierto desde el otro lado, en diagonal.
– Bueno, vaya paliza de día, ¿no? -comentó, mientras buscaba donde sentarse. No le invité a hacerlo en ningún sitio.
– Nava. Levanta las manos. Sobre la cabeza.
– ¿Qué?
– Que levantes las manos. Donde pueda verlas.
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