La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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– Oye, ¿pero qué…?

– No te lo voy a decir otra vez -advertí, encañonándole.

Se volvió a Chamorro, que también le apuntaba, ahora.

– Joder, ¿qué es esto? -protestó, mientras obedecía.

Vi inmediatamente dónde traía el arma. Bajo el brazo.

Me acerqué despacio, sin dejar de encañonarle. Me miró con una especie de desolación. Luego alzó el rostro y cerró los ojos. Exhaló un largo suspiro.

– No tengas miedo, Vila -dijo-. No voy a hacer nada. No soy un asesino.

Se dejó desarmar sin mover ni un músculo. Mientras retrocedía, comprobé el estado de su pistola. Sin montar, y con el seguro puesto.

– Vaya, qué mal rollo. ¿No vais a dejar que me siente, siquiera?

– Sí. Allí, junto al cabecero. Extiende la mano y déjala cerca. Voy a esposarte a la cama. Chamorro te va a estar apuntando. Y tira bien. Te aviso.

– Que no voy a resistirme, hombre.

Preferí, no obstante, mantener la precaución. Ni siquiera cuando le tuve inmovilizado me consentí relajarme. Me senté a buena distancia de él, y otro tanto hizo Chamorro, siempre formando un ángulo con mi posición.

– Bueno, ya está -dijo Nava, mientras se frotaba los ojos con la mano libre-. Ya se acabó. ¿Sabes qué te digo? Lo estaba esperando.

– Suele pasar -asentí-. La conciencia es una perseguidora más dura que todos los policías juntos. Y a poca gente le falta del todo.

– Tienes razón. Eso no lo sabía, fíjate. Lo supe después. Que se puede llegar a desear que llegue la hora de pagar.

– ¿Lo deseabas?

– Sí. Y si por mí fuera, habría llegado antes. Y se habría ahorrado una vida. Aunque ya sé que nadie se va a creer esto, nunca.

A mí me costaba un poco creerlo, desde luego. Pero las lágrimas que de repente inundaban sus ojos, y el temblor que había en su voz, no me parecieron de tristeza falsificada. Aunque eso, lo sabía bien, distaba de otorgarle un certificado de inocencia, a los efectos que a mí me incumbían.

– En todo caso, no quiero que parezca que no soy deportivo -se recompuso-. Vaya por delante mi felicitación. Sois unos sabuesos imbatibles.

– Comprenderás que no me alegre nada tu felicitación.

– Pues debería, creo yo. No estaba fácil. Otros lo intentaron y salieron trasquilados. Se dejaron enredar en la trampa que les habían tendido.

Le observé. Miré luego a Chamorro. También estaba sorprendida.

– Honradamente -dije-, creí que ibas a negarlo todo.

Nava me ofreció una sonrisa desvencijada.

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