La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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– Me sirve para lo que te acabo de decir. Y tú no deberías estar pidiéndome esto. Tu misión es que resplandezca la verdad y la justicia. Pues nada, aquí sí que puedes contar conmigo. Y no me incites al mal…
– No vas a hacerle bien a nadie, acusándola. No será nunca un hecho probado de una sentencia. Sólo algo que quedará insidiosamente ahí.
– No te canses, Vila. No tengo más remedio. Ella hizo lo que hizo, y sus padres tendrán que afrontarlo. Mi hija va primero. Lo siento.
Comprendí no sólo que no había ninguna posibilidad de convencerle, sino que en la práctica, iba a ser muy difícil arreglar que ella quedara al margen. Por otra parte, recordé que también Iván tenía una madre, y Margarethe von Amsberg, algún derecho a saber la verdad. Pero por un momento, no pude evitarlo, pensé que tener a un culpable encarcelado ya la confortaría, y que la verdad pura (concediendo que fuera la que Nava decía que era) no le resultaba indispensable. En fin, quizá pensaba así porque era lo que quería pensar. Tanto daba, en todo caso. Lo que hubiera de ser, sería.
Llegábamos frente a la casa-cuartel cuando Nava, acaso presintiendo que no volveríamos a estar solos, me dijo en voz baja:
– Aunque de esto sí que no pienso contar nada, quiero que sepas que lo sé. Y quiero que sepas también, porque es justo, que lo sé porque lo he adivinado. Ella nunca me lo dijo. Lo que eso signifique, tú lo interpretarás.
También sabía otra cosa Nava: que yo no iba a preguntarle qué era eso que sabía. Así que nada le pregunté. Y nunca volvimos a hablar de ello.
Capítulo 20 LA NIEBLA Y LA DONCELLA
Fue aquélla una noche muy larga y atareada, y aún deparó otros descubrimientos desagradables. La gran mayoría nos los facilitó el propio Nava; según él, para que viéramos que no tenía el menor reparo en colaborar en el completo esclarecimiento de los hechos y nos convenciéramos de la veracidad de sus protestas de inocencia respecto de las dos muertes.
Gracias a su testimonio detuvimos a Valbuena y a otro de los guardias a sus órdenes, y en Tenerife a tres miembros de la unidad fiscal y antidroga que actuaban en connivencia con ellos. Amén de Pascual Pizarro y otros paisanos que trabajaban para la organización. Tenían, desde luego, un estupendo montaje. El escenario era idóneo, una isla llena de recovecos cuya comunicación se realizaba esencialmente por mar.
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