La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Los actores, por otra parte, formaban un elenco capaz de asegurar que todo rodaba a la perfección: Nava y los suyos permitían que la mercancía desembarcara sin problemas y controlaban que nada estorbara la distribución en la isla; Pizarro disponía de los medios de transporte y de la infraestructura financiera para blanquear las ganancias; y los de la unidad antidroga de Tenerife velaban desde una posición inmejorable para que nunca se destapara el pastel. Había funcionado durante años, y quizá habría seguido funcionando si no hubiera sido por el malhadado incidente. Habían sido los amos del mercado de estupefacientes de una isla que, sin registrar el movimiento de otras, tenía más que suficiente para que el negocio les resarciera de sus desvelos. Con abundancia de turistas y extranjeros residentes, amén de los consumidores autóctonos.
Todos los guardias implicados, sin excepción, se derrumbaron cuando fueron a detenerlos. Podían haber cedido a la tentación de enriquecerse y delinquir, pero ninguno dejaba de tener grabada en el inconsciente la huella que imprimen los años de vestir el uniforme. Gracias a ellos y a su arrepentimiento casi unánime, la investigación progresó a gran velocidad y la trama quedó totalmente desmantelada. Los jefes y el subdelegado del gobierno, aunque les constaba que el suministro de drogas se reorganizaría en seguida de otra forma, tenían así algo que poner en la balanza para contrarrestar el impacto deplorable que sin remedio iba a tener la noticia: narcotráfico y asesinatos con guardias de por medio. Por localizado que estuviera el problema, y por inmisericorde que fuera la reacción contra los descarriados, conforme a la tradición del Cuerpo, el daño de imagen iba a costar repararlo.
Pascual Pizarro respondió con poca gallardía. Durante un buen rato dilapidó sus energías declarándose ajeno a los hechos y atropellado por la actuación policial. Pero cuando se percató de lo que estaba sucediendo, y el terror que a duras penas había contenido estalló en su interior, comprendió que debía intentar salvar lo que era salvable y se dedicó a desmarcarse de los homicidios. Él no era, aseguró, más que un empresario que había tenido la mala idea de entrar en negocios ilegales para enjugar pérdidas y paliar las dificultades financieras por las que atravesaba en los legales. Que carecía del valor para ordenar que se matara a una persona, y que era ajeno a la conspiración contra el concejal. Alguna de esas afirmaciones podía ser cierta. O podía no serlo ninguna. Después de todo lo que había pasado, me sentí incapaz de preocuparme demasiado por aquel individuo. Lo que otros averiguaran y los jueces declarasen me valdría, y no iba a creer que la pena que le impusieran, fuera la que fuese, resultaba inapropiada.
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