La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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No por inquina o por falta de compasión, sino porque, francamente, me traía al pairo.
En realidad, todo el asunto de las drogas me interesaba muy poco. Una organización de narcotraficantes no es más que una pandilla que se concierta para asumir como fin supremo el burdo pasatiempo de juntar dinero. En ese sentido, y si no fuera porque suele coincidir que a más ganancia, menos contemplaciones, no se diferencia mucho de un banco, una bolsa de valores o cualquier otra forma tolerada de articular el infatigable cálculo egoísta. Está el aspecto de la ilegalidad, y de lo nocivas que son las sustancias con que comercian, pero ni son los únicos que se lucran con sustancias nocivas, ni su prohibición deja de resultar contingente. Hay países donde la venta de muchas drogas no es delito, y no falta gente decente que sostiene que penalizarlas es lo que más favorece su circulación y su capacidad para destruir y corromper a las personas. En fin, ya sé que vivo en un mundo donde manda la codicia; ya he entendido, aunque me disguste, que no podré cambiarlo. Hay delitos que persigo porque tengo el deber de hacerlo y lo cumplo, no porque esté convencido de que sirve de mucho perseguirlos.
Lo que a mí me importaba eran Iván y Ruth, las dos personas cuya muerte estaba obligado a dilucidar. Los entresijos de aquel tinglado que había contribuido a echar abajo sólo me incumbían en tanto que me ayudaran a entender por qué, una vez más, me tocaba ver cómo alguien se arrogaba sobre un semejante el poder de destruirle. Y por más que lo intenté, no logré alcanzar una conclusión que me permitiera dejar de considerar gratuito e incomprensible, además de desdichado, todo lo que había sucedido. Me acordaba del chico y sentía lástima de él, porque en su viaje al precipicio no había incurrido más que en alguna que otra torpeza, mucho menos grave que las de tantos otros que escapaban a su infortunio. En cuanto a Ruth, aún me parecían tan inconcebibles tantas cosas… Por encima de todo, me desalentaba comprobar lo delgada que era la línea entre la vida y la muerte, lo poco que hacía falta para que alguien lo perdiera todo y lo incierto que podía resultar el conocimiento de los resortes que desencadenaban el desastre.
Podía estar seguro, eso sí, de algunos aspectos secundarios. El asesino no seguiría en libertad, y la sombra de la sospecha dejaría de pesar sobre un inocente. Por otra parte, alguien iba a resultar condenado, y las familias de las dos víctimas podrían obtener, aunque incompleto y desigual, algún alivio como consecuencia de mis quebraderos de cabeza.
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