La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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¿Te resulta creíble la historia que cuenta Nava acerca de Ruth?

Le observé, y por un momento me pareció estar observándome a mí mismo. Sabía lo que querría que me contestaran, si yo hubiera tenido a alguien a quien formularle a mi vez esa pregunta. Y sabía lo que no podía responderle, a menos que faltara a la verdad y a mi propia intuición.

– Del todo creíble, no -dije-. Del todo increíble, tampoco.

– Tendré que irlo asimilando, entonces. Pero no me cabe en la cabeza, Vila. He trabajado día y noche con ella. Todos lo hemos hecho. Pregunta a cualquiera. La hemos visto sacrificarse una y otra vez, por el trabajo, por los compañeros, por la gente. Cómo pudo, alguien así…

No tenía la respuesta a eso, y no intenté dársela.

– En cualquier caso -se rehízo-, enhorabuena. Vinisteis a hacer un trabajo y lo habéis hecho. No os van a regalar el sueldo este mes.

– No lo hemos hecho solos -creí obligado puntualizar.

– Bueno, pero casi. En fin, ya sabéis dónde nos tenéis. Aunque no nos hayamos conocido en la mejor de las circunstancias, estaremos encantados de colaborar con vosotros siempre que podamos. Sin ninguna reserva.

– Lo mismo le digo, mi sargento -le secundó Morcillo, esforzándose. Puede que no hubiéramos llegado a congeniar del todo porque nos había faltado tiempo. No me parecía mala chica, ni mucho menos mala policía.

Otra felicitación que recibimos, poco después, fue la del subdelegado del gobierno. Quiso vernos en su despacho, a Chamorro y a mí, antes de que regresáramos a la Península. Nos citó a las siete, y a las siete menos un minuto, que fue cuando nos presentamos allí y nos anunció su secretaria, salió al antedespacho. Nos estrechó la mano y nos invitó a pasar.

– Además de felicitarles, quiero darles las gracias -dijo, una vez que estuvimos sentados frente a él-. Como subdelegado del gobierno y también a título personal. Nos han ayudado a hacer una buena limpieza. Ya he hablado con su jefe y le he dicho que puede estar orgulloso de su gente.

– Se lo agradezco, señor subdelegado del gobierno. Pero le confieso que yo estaría más orgulloso si no hubiera muerto nadie.

– No se culpe, sargento.

– Tampoco puedo sentirme feliz.

– Lo entiendo, no crea que no. Y tampoco crea que soy ajeno a su pesar. Esa chica, al margen de lo que hiciera, murió mientras estaba a mis órdenes. No crea que puedo ni que voy a desentenderme de eso.

– Eso es lo que me gustaría pedirle, si puede hacerme el favor -dije-. Que no deje desamparados a los padres. Que no permita que se lo hagan pagar a ellos.

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