La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Me acordé de la teoría de Gómez Padilla sobre lospolíticos. Según ella, aquel hombre no llegaría a ninguna parte. O sí. Porque podía ser agradecido en aquella situación, y a la vez pisarles el cuello a sus oponentes cuando se terciase. Igual que Nava se dolía de la suerte de las mujeres maltratadas, y se esforzaba realmente en protegerlas, mientras formaba parte de una organización mafiosa.
– Les debo una, sargento. Si alguna vez puedo serles útil en algo, díganmelo -me ofreció, con su tarjeta-. Ahí le doy mi teléfono y mi dirección de casa. Esto de la política pasará tarde o temprano, pero mi deuda con usted es para siempre. Ahí tiene un amigo, para lo que quiera. De verdad.
– Gracias. Salude de nuestra parte a su cuñada. Y deséele suerte. De corazón. Espero que la vida le depare mejores días que los que ha pasado.
El subdelegado del gobierno nos despidió efusivamente; a Chamorro, en lugar del frío apretón de manos, le plantó dos sonoros besos en las mejillas, y a mí me dio un abrazo con palmetazos en la espalda. Lo encajamos con estoicismo, no en balde nuestro oficio nos obliga a vivir no pocas situaciones desconcertantes, y salimos de allí, o al menos ése fue mi caso, con la sensación de haber despertado al fin de una pesadilla agotadora. Las calles de aquella ciudad que apenas nos era familiar nos acogieron como a dos náufragos arrojados por el mar a la playa. Miré a mi compañera y le dije:
– Vamos a emborracharnos, anda.
Entramos en el bar más cercano y pedimos dos gin-tonics. Cuando nos los sirvieron, alcé mi vaso y le propuse a Chamorro un brindis.
– Por ti, Virginia. Una vez más, no sé qué habría sido de mí, si no te hubiera tenido para ayudarme a salir del atolladero.
Mi compañera no se mostró muy halagada por el cumplido. O quizá era que el cansancio también hacía mella en su ánimo.
– No tienes mucho que agradecerme, esta vez -respondió.
– ¿Y eso?
– Tengo la sensación de que te lo has comido tú casi todo. Al final, fuiste tú el que vio claro lo que yo ni había llegado a oler.
El trago de alcohol me recompuso un poco.
– Eso no es verdad -dije-. Ahora tienes la cabeza un poco cargada. Pero cuando estés más despejada repasa todo lo que hemos hecho. Verás dónde están las claves con las que acabamos desenredando la madeja. Y te darás cuenta de que muchas las conseguiste tú. Aparte de mantener el espíritu y apuntalarme en mis desfallecimientos, como de costumbre.
– No eres tan débil como presumes de ser -me reprendió.
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