La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Lo que viene ahora va a resultarles bastante duro. Usted sabe que los de las togas negras no son muy considerados con el dolor del prójimo. Una vez que entran en su dinámica, les pierde el afán de lucirse.

– Cuente con que no voy abandonarlos. Y en cuanto a los de las togas negras, también estaré pendiente, aunque ya sabe que yo ahí puedo poco. De todas formas, le interesará saber que la juez de La Gomera me ha encarecido que les transmita su felicitación por el desenlace de la investigación.

– Pues dele las gracias, de nuestra parte.

Chamorro me observó de reojo. No me había cuidado de disimular la ironía al referirme a la juez. Pero llevaba toda la noche sin dormir, y eso me había averiado un poco el mecanismo de la hipocresía social. El subdelegado del gobierno, no obstante, pasó por alto mi pequeño desacato.

– Hay otra persona que me pide que les felicite y les transmita su gratitud por el trabajo que han realizado en este caso -añadió.

Qué bárbaro, pensé. Nunca había experimentado, al unísono, tal avalancha de parabienes y una desazón tan honda y persistente en mi interior.

– Mi cuñada les está muy, muy agradecida. Por primera vez desde que la conozco, le he notado algo de alegría en la voz. Creí que debían saberlo. No sé si en su vida le habrán hecho tanto bien a alguien. Se lo digo para que se sientan recompensados por todos los malos tragos, y para que sepan por qué les debo, aparte y por encima de todo, mi gratitud personal.

Recordé la tarde en que le había conocido, y lo que me había dicho de aquel sobrino político al que no había llegado a poder considerar como tal salvo a título póstumo. Como la realidad suele ser compleja, había estado certero y desacertado a la vez. Porque Iván se había expuesto con sus actos, como él intuía, pero era despiadado afirmar que se hubiera buscado su desgracia. También pensé en Margarethe von Amsberg, y en la extraña sagacidad que a veces tienen los locos, si es que ella lo era. Como ella supusiera siempre, ante la rechifla general y el escepticismo de su cuñado, detrás de la muerte de su hijo había alguien gordo. No en términos absolutos; quiénes eran Nava, o los demás guardias, o el mismo Pascual Pizarro, sino una partida de hampones de tercera; pero algo pesaban, dentro de aquella isla, y habían podido pesar también a los efectos de frustrar la investigación.

En todo caso, advertí que el subdelegado del gobierno, a cada cual hay que reconocerle lo que le toca, estaba teniendo el detalle de apearse de su cargo y dejarnos ver al ser humano de debajo.

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