La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Y vamos a tutearnos, anda, que este culo que gasto se ha comido muchas horas de patrulla en el todoterreno, y no hace tanto tiempo como para que me haya olvidado.

– Como quieras. Procuro tomar primero la distancia a la gente.

– Pues pasa de chorradas, tío. Yo me siento policía, punto, y entre tú y yo, espero que pronto se acabe el rollo militar. Ya sé que a la gente le gustan los desfiles, y si me apuras a mí también; verlos, quiero decir. Porque cuando me toca disfrazarme y agarrar el sable me siento como un payaso, qué quieres que te diga. Aparte de que el puto uniforme me canta en seguida los centímetros de barriga que he ganado desde la última vez que me lo puse.

Como cualquiera, y especialmente como cualquiera en el país donde me ha tocado vivir, tengo mi opinión respecto de casi todo, incluido el asunto que Guzmán acababa de sacar. Pero he llegado a la conclusión de que no es necesario ni oportuno decir siempre y ante todos lo que piensas, y de que hay cuestiones respecto de las que más vale pecar por defecto que por exceso. Así que me cuidé de respaldar o rebatir los juicios del teniente y me limité a aprovechar la confianza que a raíz de ellos me otorgaba.

– El caso es que, oye, es curioso -volvió a hablar Guzmán-. Si te dijera que echo de menos aquellos tiempos… Los del sucio Nissan y andar todo el día por los caminos. A mí lo que me gusta es el campo, y no esto.

Lo que señalaba el teniente era la autopista por la que avanzábamos hacia la capital. Anglada, que llevaba el coche (sin permitirle en ningún momento bajar de ciento cincuenta, dicho sea de paso), se sumó a su opinión.

– Reconozco que a mí también me gustaba patrullar por el campo -dijo-. No sé, hay muchos momentos en que te relaja. Como cuando ves salir o ponerse el sol, o como cuando se levanta de pronto una tormenta.

– A eso me refiero, por ejemplo -ratificó el teniente, nostálgico.

– Te sientes puteada, claro -continuó Anglada-. Sobre todo al principio, cuando te toca como me tocaba a mí salir con el guardia viejo de turno y por la noche veías al caimán roncar en el asiento de al lado y tú como una idiota tratando de seguir despierta. Pero tiene su encanto incluso eso, estar ahí, sola con tus pensamientos, cuando todos los demás duermen.

No podía ver el rostro de Chamorro, sólo su nuca. Le imaginé un gesto impenetrable, y sentí deseos de volver a estar a solas con ella para preguntarle el motivo de su antipatía hacia aquella chica.

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