La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Durante una época, mantuvo con unos descerebrados como él un bar de copas. Y parece que también fue instructor de submarinismo, pero debieron de echarle antes de que matara a alguien.

– ¿Y eso? -se interesó Chamorro.

– Sí, vamos, de una embolia; así se llama lo que les da a los que suben demasiado deprisa, ¿no? Lo que me extraña es que no le diera a él.

– Se diría que no tienes una gran opinión del difunto -observé.

Morcillo pareció calibrarme durante unos instantes. Era la primera vez que se tomaba tiempo antes de responder. Yo la observé a mi vez, tranquilo. Era una mujer de treinta y pocos años, seguramente un poco más grave y descreída que sus compañeras de colegio que no habían tenido la ocurrencia de ingresar en la Guardia Civil y ocuparse de indagar crímenes.

– Usted ya sabe, mi sargento, estoy segura -dijo al fin- Hay veces, cuando ahondas un poco, que acabas llegando a la conclusión de que tampoco se ha perdido gran cosa. Lo de esta criatura es el ejemplo perfecto.

– Tampoco era tan malo, mujer -apuntó Anglada, que durante toda la conversación había permanecido en segundo plano.

– No digo que hiciera mucho mal, más que a sí mismo y a su madre, que para eso lo parió -aclaró Morcillo-. No tengo información para asegurarlo. Pero tampoco me consta que le hiciera ningún bien a nadie.

Chamorro tomó entonces la palabra, y al hacerlo me demostró haber leído con atención no sólo el expediente, sino también los recortes de prensa.

– ¿Y qué nos puedes decir del asunto ese de las drogas que sacó la abogada de Gómez Padilla en el juicio?

Morcillo sonrió.

– Bueno, qué te voy a decir. Que el niño, como tantos otros de su edad, le daba a las pastillas, el hachís y la cocaína siempre que podía. Que para conseguir todo eso trataba con gente que infringía la ley, por supuesto, por la sencilla razón de que si no, al menos en este país, no puedes comprarlo. Ahora bien, de ahí, a convertirlo en narcotraficante, hay un pasito.

– No es necesario que él traficara -dijo Chamorro.

Morcillo se volvió a mi compañera. Por primera vez, me pareció advertirle una sombra de susceptibilidad en el semblante.

– Pudo bastar con que no pagara lo que debía -añadió Chamorro.

Morcillo se mordió el labio. Luego volvió a sonreír.

– Para eso, habrían tenido que fiarle. Pero yo no le habría fiado ni un céntimo a Iván López von Amsberg. Y un camello no es más confiado que yo.

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