La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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De hecho, por su causa conocí yo a la que hoy es mi mujer, porque si ella no hubiera venido de Alemania a hacerle compañía a Margarethe tras el suceso, quizá no nos habríamos encontrado.
Algo indebido debió asomarnos al rostro al teniente o a mí, porque en este punto el subdelegado del gobierno tomó bruscamente un atajo:
– En fin, no les voy a aburrir con el detalle de mis relaciones familiares. El caso es que mi cuñada, como ya supondrán, está obsesionada con la muerte de su hijo. La absolución del acusado en el juicio fue un mazazo para ella, y lo que lleva peor es que pase el tiempo y el caso siga sin resolverse. Desde que nos conocimos y se enteró de que yo me dedicaba a la política, me ha estado agobiando para que hiciera algo. Siempre le dije lo mismo, que el asunto estaba en manos de la policía, bueno, de la Guardia Civil y de los jueces, que no había que entrometerse, que ellos ya hacían todo lo que podían, etcétera. Más o menos la iba capeando, haciendo alguna gestión informal aquí o allá, pero sin emplearme a fondo, la verdad.
El subdelegado del gobierno pareció reconocer con ello alguna clase de culpa. Me lo imaginé en las reuniones familiares, soportando a duras penas el asedio y posiblemente las recriminaciones de su cuñada.
– No hace falta que les diga que hace dos meses, cuando me nombraron subdelegado del gobierno, se me puso muy difícil decirle a mi cuñada que el asunto estaba en otras manos. Desde entonces, la presión que ha ejercido sobre mí ha sido, lógicamente, toda la que ha podido. Y a mí no me ha quedado más remedio que meterme en el caso, informarme a fondo y tratar de decidir de la mejor manera posible una línea de acción. Y con el respeto que quiero que sepan que tengo por su trabajo, he llegado a la conclusión de que aquí no se hizo todo lo que se debía, por razones seguramente comprensibles, pero que no deben servirnos de excusa para quedarnos de brazos cruzados. Por otra parte, creo que debemos plantearnos lo que significa dejar que quede impune un crimen tan notorio y tan sangriento, en una comunidad tan reducida como La Gomera, con la desazón y la mala imagen que eso supone para la ciudadanía. Es entonces cuando yo, no como cuñado de Margarethe von Amsberg, sino como subdelegado del gobierno, entiendo que no tengo otra opción que ordenar que se reabra el caso y se le dediquen los mejores recursos disponibles. Y ahí es donde interviene usted, sargento.
Era el momento en que se iba a depositar sobre mis frágiles hombros el peso del problema, cuyas dimensiones y trascendencia el subdelegado del gobierno, con su fino discurso, se había esmerado en dejar claras.
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