La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Es muy duro para cualquiera, quizá lo más duro, ver morir a un hijo.
– También tengo que decirle otra cosa -añadió el subdelegado del gobierno, gravemente-. Esto no se basa en impresiones directas, sino en lo que he podido ir deduciendo aquí y allá, porque a Iván no le conocí. El chico debía de ser un pobre imbécil, una desgracia ambulante. Nadie se merece que le maten, claro, pero ya lo hiciera aquel hombre al que juzgaron o cualquier otro, tenga usted la sospecha de que mi sobrino hizo por buscárselo.
El que faltaba. Todos contra Iván, incluso quien mandaba que se esclareciera su muerte. La brutal declaración del subdelegado confirmaba, por si no lo hubiera intuido antes, que el mundo es un lugar paradójico.
– Bien -dije-. Pero eso, para mí, no tiene mayor importancia.
Al subdelegado parecieron satisfacerle mis palabras. Mejor, pero yo no las decía, ni iba a atenerme a ellas, por satisfacerle a él. No sé si resulta adecuado o inadecuado reconocerlo, pero la verdad es que lo que necesito, para hacer lo que hago, es hacerlo de forma que me satisfaga a mí.
Capítulo 5 ADUSTA VIRGINIA
Mientras el teniente y yo rendíamos pleitesía al subdelegado del gobierno, Chamorro y Anglada esperaban abajo, en el coche. Por el gesto que le vi a mi compañera cuando volvimos a encontrarnos, no me estaba especialmente agradecida por haberle ahorrado el trago de soportar al gran hombre. Y es que, a cambio, había tenido que pasar más de una hora en forzada soledad e intimidad con Anglada, lo que no parecía en modo alguno preferir. Anglada, por el contrario, se mostraba exultante. Daba la sensación de apreciar de veras a Chamorro y de sentir una alegría sincera ante la perspectiva de trabajar con ella, lo que hacía que me intrigase aún más la seca actitud de mi subordinada. Si bien, por diversas razones, no deseaba dejar aquella compañía que llevábamos, que distaba de desagradarme, por otra parte empezaban a entrarme ganas de quedarme a solas con mi adusta Virginia, para tener ocasión de interrogarla acerca de su insólito comportamiento.
El teniente Guzmán, sin embargo, perseveró en su papel de solícito anfitrión. Nos ofreció ir a cenar de tapas.
– Ya que tenéis que quedaros aquí por narices esta noche, habrá que ayudaros a sacarle un poco de jugo a Santa Cruz, ¿no? No es la ciudad más bonita del universo, pero bueno, puede tener su puntillo.
– No queremos que os molestéis -dije-. Tendréis vuestra familia.
– Mi mujer lleva diecisiete años de servicio -repuso Guzmán-. Ya sabe que con su marido no se puede contar. Y aquí Ruth no responde ante nadie.
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