La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Pero desde hace algunos años, quizá demasiados, lo único que me hace mirar más allá es que engendré un hijo que espero que recorra un largo camino y al que me gustaría tener ocasión de acompañar, durante el trecho en que pueda serle de alguna ayuda.
Entre los aspectos que hicieron placentera aquella expedición por el ambiente de Santa Cruz de Tenerife estuvo el gastronómico. Guiándonos por el criterio experto de Guzmán, natural de Ciudad Real, pero con dos décadas de servicio en el archipiélago y ya casi canario de alma, optamos por las especialidades locales y nos mantuvimos al margen de cualquier sofisticación. De hecho, de todo lo que pedimos, mi paladar se inclinó por los dos manjares más simples: el queso palmero asado y las papas arrugadas con mojo rojo y mojo verde. Lo de las papas y el mojo, que recordaba vagamente de mi anterior estancia allí, iba a convertirse en una adicción en los días sucesivos. Al principio pelaba las papas, pero al verme Guzmán me advirtió:
– Aquí sólo pelan las papas los turistas.
Deduje que se trataba de una grave falta de etiqueta, o peor aún, de gusto, y a partir de entonces empecé a comerlas con la piel, lo que en efecto resultaba mucho más sabroso. Mientras hundía papa tras papa en el mojo, alternando el rojo con el verde, notaba la mirada admonitoria de mi compañera siguiendo cada uno de mis poco ascéticos ademanes. Chamorro no probó las papas, ni el queso palmero, y preferí abstenerme de insistirle para que lo hiciese. No quería dar lugar a hacerla parecer más violenta de lo que ya de por sí se la veía. Comió un poco de ensalada y un par de trozos de jamón, y luego, eso sí, un dulce autóctono elaborado con almendra. Con aquello, pensé, su cerebro dispondría de la glucosa suficiente para funcionar en condiciones y para que no debiera preocuparme por su rendimiento. En realidad, como superior jerárquico suyo, sólo ese extremo me incumbía.
Por muchos signos se advertía que no estábamos en la Península. No sólo por la tibia noche primaveral en mitad del invierno, o el esplendor de las muchas plantas que se veían por doquier y que en Madrid resultaban desconocidas. Lo que más intensamente marcaba la diferencia era quizá el suave y cansino acento con que hablaba la gente, y sobre todo el ritmo al que se vivía y se trabajaba. Hubimos de aguardar fácilmente media hora, antes de que nos fuera dado ver en la mesa el primer plato de comida. Yo procuré hacerme de buen grado a los usos del lugar, e incluso buscarles el aliciente. Es la ventaja que tiene vivir siempre sintiéndote un poco extranjero, sin llegar a reconocer del todo ningún sitio como tu hogar.
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