La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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– Y no me molesta nada ir a tomar algo con vosotros -dijo Anglada.
La mayoría de las guardias que conozco, cuando ofician de tales, uniformadas o no, hacen esfuerzos por no ostentar su feminidad. Eso no quiere decir que se vuelvan masculinas, como algún necio se adelantará a deducir, sino, simplemente, que impiden que aflore demasiado la mujer que son. Pero Anglada no debía de considerar necesaria semejante cautela. Al pronunciar la última frase, había puesto su aliento de hembra en cada palabra, y sobre todo, en aquella mirada que insistía peligrosamente en atravesarme, como el alfiler atraviesa la mariposa para clavarla en la cartulina donde quedará expuesta a la contemplación de los interesados y también de los indiferentes. Lo que me costaba discernir era si Chamorro, que me escrutaba con un gesto severo e inquietante, podía contarse entre los primeros o entre los segundos. Y con esa ominosa duda corroyéndome, movido en parte por la urbanidad, pero también porque me apetecía, acepté la invitación.
Fue una noche agradable, en términos generales, pese al reproche continuo que constituía la envarada presencia de Chamorro, quien ni siquiera con un par de vinos logró relajarse mucho. Me caía bien Guzmán, y me aliviaba de veras que no me recibiera como a un enemigo y tuviera aquel empeño en mostrarse amable y colaborador. En cuanto a Anglada, aunque más bien habría debido preocuparme, me gustaba constatar que era una de las mujeres más atípicas e interesantes que me había encontrado en la empresa. Había algo en ella que me parecía difícil de casar con la idea de que era una guardia. No habría podido decir qué, porque procuro no apresurarme a creer que uno ha de ser de determinada forma por el hecho de que la vida le lleve a estar aquí o a trabajar allá, aunque sólo sea porque a menudo he sido víctima (y también beneficiario) de tal simplificación. Pero, si se me permite usar la misma expresión que Kafka usara a propósito de Kierkegaard (y así, de paso, me complazco en descolocar a quienes tienen su idea manida de lo que debe leer un sargento de la Guardia Civil), algo me hacía pensar que Anglada no estaba del mismo lado del mundo que las demás guardias que me había tropezado. Y averiguar en qué sentido y hasta qué punto eso era así, me parecía, no lo oculto, un bonito incentivo para encarar con cierto afán mi inmediato futuro. Eso es todo lo que un hombre como yo le pide a la vida: tener algo estimulante en lo que ocupar las próximas dos semanas. En otra época fui mejor, tenía un proyecto.
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