La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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– Si se lo dices al que gobierna el negocio te dirá que la culpa la tienen, precisamente, la abulia de sus padres y su incapacidad para imitarnos.
– Lo que es una canallada, después de chuparles la sangre.
– Desde luego. El sistema estimula la eficacia, no la piedad.
– ¿Y eso te parece aceptable?
La observé. No había ningún reproche en su mirada, tan sólo una juguetona expectación. Parecía complacerse en forzarme a exhibir mis ideas y buscarles las vueltas. Pero yo también estaba jugando, así que seguí:
– En conciencia, no lo acepto. En la práctica, sí. Como la mayor parte de la gente que vive en el lado cómodo del mundo. Cada cuatro años acude a votar masivamente a quienes simpatizan o contemporizan con esa manera de organizar el cotarro. Y los que no votan, consienten de una forma o de otra. Nadie está muy disconforme con chupar del caño gordo del embudo.
– Bueno, ahí están los antisistema, ¿no? -objetó.
– Unos pardillos, en el mejor de los casos. Después de quemar las calles de la ciudad de turno, siempre delante de las cámaras de televisión, conectan el móvil y llaman a la novia para contarle la hazaña. Han puteado a los polis, los bomberos y los empleados de la limpieza, pero en ningún momento perjudican al enemigo, que es quien tiene las televisiones y las empresas de teléfonos móviles. Cada palabra que le dicen a la novia es dinero que le meten en el bolsillo. Y el enemigo, claro, se ríe a mandíbula batiente.
Chamorro, que había permanecido más bien ausente, rompió en ese instante su silencio. Antes de que abriera la boca, ya sabía que no iba a aplaudirme, pero me pilló de improviso la dureza con que sentenció:
– No hagáis caso de nada de lo que está diciendo. Aunque trate de parecer un corrosivo, luego es como la madre Teresa de Calcuta.
– ¿Y eso? -preguntó Anglada, ostensiblemente divertida con el giro que mi compañera acababa de imprimirle a la conversación.
– En el fondo, ahí donde lo ves, no hay nada que le tire más que socorrer huérfanos, consolar viudas y confortar madres. Incluidas las de los asesinos. Les da su número de teléfono para que lo llamen cuando los hijos lo pasan mal en la cárcel. Y entonces va a visitarlos. Les lleva revistas.
– Vaya -observó Anglada-. Aunque no me choca.
De pronto, me sentí no sólo en fuera de juego, sino profundamente estúpido. Y el caso era que me estaba bien empleado. Siempre me lo digo, que mi oficio consiste en observar y escuchar, y no en lucirme ni escucharme. Pero en cuanto uno se descuida, el idiota vanidoso que lleva dentro se pone a pavonearse ante el auditorio.
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