La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Sabía por qué lo había hecho aquella noche. Miraba a los ojos negros de Anglada, atentos y chispeantes, y en ellos tenía la explicación. Siempre me parecía mentira: que después de tantos tropiezos, después de haberme juramentado tantas veces para atarme corto los instintos, a la menor se abriera una rendija y me fallara la voluntad. Pero lo que más me avergonzaba era haberme puesto a discursear delante de quien tenía el mejor mazo para pulverizarme, quien después de tantos meses y horas de trabajo en común me conocía lo bastante como para dejarme con el culo al aire en cuanto le diera la gana. Me sorprendía, de todos modos, que Chamorro usara el mazo. No era su costumbre, delante de terceros.
Por fortuna, en ese preciso momento llegó, al fin, el camarero con las bebidas. La mía era vodka con limón, que es algo en lo que siempre se puede confiar, relativamente, y que no negaré que me venía al pelo. El vodka resulta de gran ayuda para sobrellevar la sensación de ridículo.
– Pues bien mirado -dijo Anglada, después de largarle un buen sorbo a su gin-tonic-, yo creo que lo ideal es vivir en un lugar como éste. Con todos los beneficios y ventajas de la civilización moderna, y a la vez sin haber perdido del todo el sentido antiguo de la vida y del tiempo. Cuando hablo con mis primos y mis primas de Valencia, me dan lástima. Trabajan como burros, y no tienen más cosas ni mejores que las que tiene la gente aquí.
Aunque Chamorro parecía haberse replegado de nuevo a su hosco mutismo anterior, el correctivo que acababa de infligirme había logrado quitarme las ganas de seguir mariposeando. Preferí cambiar de táctica e invitar a nuestros anfitriones a llevar el peso de la conversación:
– Y vosotros, ¿tenéis mucho trabajo?
– Bueno, la verdad es que solemos estar bastante pringados, lo que aquí nos convierte en los tontos del pueblo -respondió Guzmán-. Somos pocos y llevamos cuatro islas. A veces llegas a las dos de la mañana de levantar un muerto en el Hierro, cagándote en todo, y te suena el teléfono y te dicen que tienes que ir a levantar otro en La Palma. Una alegría. Y la mujer, encantada. No te cuento lo que me llama en esos momentos, porque hasta Anglada, que jura como un camionero, se me podría escandalizar.
– La putada es que sean cuatro islas -dijo Anglada-. Por lo demás, la gente no mata mucho por aquí. Son tranquilos hasta para eso.
– Sí -corroboró el teniente-. El índice de homicidios es más bajo que en la Península. Lo que le va aquí al personal es suicidarse.
– ¿Ah, sí? -pregunté, extrañado.
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