La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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En Morcillo, en cambio, comenzaba a insinuarse el proyecto de un ser como yo, aunque debía admitir que en el mundo en que vivíamos a ella le iba a pesar todavía más de lo que me pesaba a mí. Ya empezaban a tocarle los efectos, si no me equivocaba respecto de quién era la favorita del teniente.
– Qué tal -gorjeó Anglada.
– Yo muy bien -dijo Chamorro, con una sonrisa hipócrita. Parecía haber meditado durante la noche y haberse impuesto un cambio de actitud.
– ¿Y tú, mi sargento?
Desde que ella había entrado, estaba algo mejor. Pero también un poco disperso. Seguía rumiando mi mal humor a la vez que reparaba, con interés, en su cambio de indumentaria. Traía vaqueros ajustados, calzado robusto y una camiseta que dibujaba con determinación su torso.
– Falto de café -respondí al fin-. ¿Hay algún sitio por el camino donde pueda tomarlo de verdad?
– Claro -dijo Morcillo.
– Olga nos acompaña al puerto de Los Cristianos -explicó Anglada, aunque nada le había preguntado-. Luego se trae el coche.
Condujo Anglada. Morcillo le indicó el camino hasta un bar de aspecto sospechoso, donde una máquina vieja y mugrienta expulsó para nosotros cuatro tazas de café denso y oloroso comme il faut. Confortados por el contundente aporte cafeínico, al menos yo, continuamos viaje. Recorrimos, en sentido inverso, la autopista del día anterior. Anglada, invariablemente, se mantuvo entre treinta y cincuenta kilómetros por hora encima del límite.
– ¿Siempre conduces así? -preguntó Chamorro. Si lo hacía con alguna malicia, para nada se deducía de su entonación.
– Es que si no, los motores se amariconan -dijo Anglada-. Y cuando vas a tirar de ellos resulta que no marchan. Los coches son como los tíos. Hay que exigirles; si no, se te distraen. Con tu permiso, mi sargento.
– No entiendo mucho de tíos -me inhibí.
Cinco minutos después, vimos cómo nos cortaba el paso un coche de los nuestros. Llevaba las luces giratorias puestas.
– No me jodas -dijo Anglada, dando un palmetazo en el volante.
Nos hicieron señas de que nos apartáramos al arcén. Al cabo de un minuto se alineaban al costado de la carretera los tres vehículos: el que nos había parado, delante; el nuestro, en medio; y detrás el radar móvil camuflado que nos había cazado in fraganti. El conductor del coche patrulla se acercó a la ventanilla de Anglada. A mitad de saludo, se interrumpió y dijo:
– Coño, ¿otra vez tú?
– Lo siento, tío -se excusó Anglada-. Vamos para La Gomera. Ya casi perdemos el barco.
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