La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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– No si ya, si siempre hay alguna excusa -dijo el de Tráfico.

– De verdad que se nos va -insistió Anglada-. Nos vemos, ¿vale?

– Venga, largo -se rindió el otro-. Pero alguna vez podíais probar a salir con tiempo. Cada vez que os cogemos dejamos de coger a otro, o sea, le hacéis perder dinero al Estado y a nosotros nos jodéis la productividad. A ver si miráis un poco por los compañeros, para variar, ¿eh?

– Te he perdido perdón, colega -dijo Anglada, mientras arrancaba.

Sin otros incidentes dignos de mención llegamos al puerto. Faltaban escasamente quince minutos para que zarpase el próximo hidroala. Nunca había montado en un trasto de aquéllos. Me pareció intranquilizadoramente pequeño. Soplaba un viento fuerte y la mar no parecía muy apacible.

– ¿Es seguro ese cascarón? -pregunté, escamado.

– Es una maravilla, hombre -dijo Anglada-. Haces la travesía en la mitad de tiempo que con el barco convencional.

– La mar está un poco picada, ¿no?

– Bah, apenas. En todo caso, si se pone muy mal, bajan el casco al agua y puede seguir navegando como un barco corriente. ¿Te asusta el mar?

– Bueno, está comprobado que es peligroso -dije-. De todas formas, supongo que sobreviviremos. Lo que me preocupa es marearme.

– Si te mareas con estas olitas es que eres de mareo fácil.

El optimismo de Anglada no se correspondió con la realidad, o no completamente. El hidroala zarpó sin novedad, y también sin novedad se alzó sobre su patín y comenzó a deslizarse a gran velocidad por la superficie del mar. Unas amables señoritas ataviadas de azafatas se afanaban para reproducir al máximo la sensación que uno tiene al viajar en avión. Algo que no logro entender: por qué ahora en los trenes y en los barcos se esfuerzan por imitar a las compañías aéreas, cuando está más que demostrado que a una mitad del género humano le irrita volar y a la otra mitad le aterroriza.

A medida que progresábamos hacia La Gomera, visible en lontananza, el mar empezó a ponerse más y más bravo. El ruido de las olas al golpear en la panza del barco resultaba cualquier cosa menos reconfortante. El avance de la nave se fue haciendo cada vez más penoso, y la velocidad descendió perceptiblemente. Al fin, una voz nos anunció por los altavoces que no podríamos seguir navegando elevados sobre el patín y que mientras las condiciones del mar obligaran a ello la singladura continuaría al modo tradicional.

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