La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Lo que se le olvidó advertir fue que aquel bote, una vez apeado de su apéndice deslizante, eramás bajo que las olas que nos rodeaban. Al otro lado de los ojos de buey, sólo algunas ráfagas intermitentes de cielo reemplazaban el casi constante y amenazador azul oscuro del mar. Y aquello subía y bajaba que era un placer. Como cualquiera ha experimentado más de una vez, ése es el peaje de la modernidad. Cuando los nuevos inventos tecnológicos funcionan, es estupendo. Cuando no, uno está mucho peor que antaño, y sobre todo, no tiene más remedio que jorobarse, porque no hay alternativa.

– ¿Sigues creyendo que esto son olitas? -le consulté a Anglada.

– Las he pasado peores. Vamos, hombre, tranquilo, que sólo serán veinte minutos, veinticinco a lo sumo.

Fueron, para ser exactos, treinta y ocho. Chamorro, que no en vano era de familia de marinos (o de marines, que al fin y al cabo han de navegar igual), pasó la prueba gallardamente. Consiguió llegar al puerto de San Sebastián de la Gomera sólo un poco amarilla. Yo, en cambio, bajé a tierra desencajado, después de haber llenado las dos bolsitas de mis compañeras, la mía y la de una vecina a la que se la arrebaté sin pararme a pedirle permiso. En algún momento, llegué a abrigar el insolidario deseo de que aquel barcucho se hundiera de una vez, con tal de que cesara el tormento.

Mientras me aseguraba, incrédulo, de que el suelo del muelle no se movía, Anglada me obsequió con una juiciosa recomendación:

– No hagas nunca un crucero, mi sargento. Y menos por el Atlántico.

– No te preocupes, que ni pienso. Y si no te importa, para salir de aquí cogemos un barco de verdad, como ése -dije, señalando el enorme ferry que estaba atracado en el puerto-. No me importa tardar un poco más, si puedo ahorrarme tener que volver a perder la dignidad ante la tropa.

– No sabía que te marearas así -observó Chamorro, impresionada.

– Pues ahora ya lo sabes -dije-. Y si se lo cuentas a alguien, te mando hacer quinientas flexiones todas las mañanas.

– Me negaría -bromeó-. Es una orden ilegal.

La miré fijamente, pero todavía un poco tambaleante.

– No me pongas a prueba, Virginia. Te aseguro que se me pueden ocurrir quinientas maneras legales de putearte.

– Está bien -se rió-. Seré una tumba.

La capital de la isla resultó ser un lugar bastante apañado. Un pueblito cuyo casco urbano se organizaba pulcramente en torno a tres calles paralelas. Por un lado se encaramaba a la altura que dominaba el puerto y se volvía más empinado e irregular.

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