La niebla y la doncella :: Silva Lorenzo
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Tenía una plaza donde sesteaban los jubilados y, según nos contarían y mostrarían después, conservaba algunos edificios que databan de finales del siglo XV, o lo que es lo mismo, de cuando recaló por allí Cristóbal Colón rumbo a su cita con la Historia.
Como no llevábamos mucho equipaje, fuimos caminando hasta la oficina de la compañía de alquiler de coches en la que habíamos reservado un vehículo. Guzmán se había disculpado por no poder prestarnos nada: tenían los justos, y encima uno en el taller. Por suerte, o porque se veían con cierta frecuencia acuciados por aquella clase de penurias, tenían acordado un precio especial con aquella compañía, y la factura no se iría por encima de la cifra de gastos que podíamos esperar que nos reembolsasen. En contrapartida, deduje al ver el chollo que nos daban, un Opel Corsa más que veterano, lo que nos habían guardado era lo más bajo de la gama inferior. Sin embargo, Anglada se sentó al volante con la desenvoltura habitual, y cuando puso el coche en marcha lo impulsó con brío hacia delante. Su compenetración con cualquier ingenio de cuatro ruedas era inmediata e instintiva.
– Vamos primero al hotel y nos deshacemos del equipaje -dijo.
No me pareció mal, y por tanto me abstuve de indicarle otra cosa. En apenas cinco minutos, Anglada nos trasladó a la parte más alta de la población, haciendo al Opel Corsa trepar como una exhalación por las duras pendientes. Al final había un recinto a cuya entrada se veía el logotipo de la red de Paradores. Para mi sorpresa, Anglada se metió precisamente allí.
– ¿Vamos a dormir en el parador? -pregunté.
– Por supuesto -dijo Anglada.
– ¿Pagas tú o qué?
– Tenemos un arreglo. Nos dejan la habitación a la mitad.
– ¿Por ser temporada baja? -interpretó Chamorro.
– Y en temporada alta también.
– Os lo montáis de maravilla -reconocí.
– Esto es un pañuelo, mi sargento -explicó Anglada-. Conocemos a todos los choris con nombres y apellidos. Les hacemos entender de forma persuasiva que más les vale que no pase nunca nada en el parador, y la dirección del establecimiento sabe valorar nuestra diligencia. Si te fijas en la distribución y en el perímetro del hotel, puedes hacerte una idea de lo que les costaría un sistema de vigilancia que neutralizara cualquier peligro.
En efecto, como comprobaría luego, aquel hotel, construido según el modelo de una antigua mansión colonial, extendida en torno a una serie de patios y jardines, no era precisamente una fortaleza inexpugnable.
En la recepción había una chica joven.
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