La niebla y la doncella   ::   Silva Lorenzo

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Anglada la saludó con confianza.

– Hola, Yaiza, cómo va eso.

– Flojito, pero va -repuso Yaiza, con una franca sonrisa.

Ya fuera porque el hotel estaba medio vacío, o por la influencia de Anglada, nos dieron tres habitaciones inmejorables, con vistas al mar. Cuando reparé en que desde la mía se veía Tenerife y el perfil del Teide alzándose sobre el horizonte oceánico, me dije que nunca me había alojado así por cuenta de la empresa. Casi se olvidaba uno de que le habían mandado allí a lo de siempre, husmear entre la carroña. Quizá, en aquella ocasión, el trabajo fuera compatible con el placer. Ya sé que no era eso lo que debía pensar, como jefe del equipo, pero todos tenemos nuestras veleidades.

Cuando nos reunimos en la recepción, Anglada nos preguntó:

– ¿Qué tal?

– Increíble -admití.

– Bonita habitación, sí -juzgó Chamorro, algo más fría.

– Para que vayáis luego diciendo por Madrid que os tratamos mal.

– Si esto sigue así, no diremos nada, no vayan a entrarle a todo el mundo ganas de venir. En adelante, Chamorro y yo nos quedamos todo lo que suceda en la provincia de Tenerife. ¿Qué te parece, Virginia?

– Puedes pedir destino, incluso -sugirió Chamorro-. Te lo darían.

Lo dejé correr. Ahora que estábamos los tres solos, y con tarea por delante, debía hacer lo posible por mantener la cohesión del grupo. Decidí empezar a ejercer como jefe. Era mucho más cómodo abandonarse a la condición de invitado, pero no me pagaban por eso. Se imponía, ante todo, organizar la jornada. Me dirigí a Ruth en tono imperativo:

– Vamos primero al puesto. Luego nos acercamos a ver a la madre de la víctima. Si es posible me gustaría que el subdelegado del gobierno no tardara en comprobar que una de nuestras máximas prioridades es darle gusto.

– A tus órdenes, mi sargento -acató-. Por cierto, que me extraña que con esa preocupación por el bienestar de la clase dirigente sólo seas sargento.

La observé de reojo. Estaba muy buena, era lista, su ayuda resultaba insustituible y no me caía mal. Pero de ahí a que se creyera con derecho a tomarme por el pito del sereno debía marcarle que mediaba un abismo.

– Soy sargento porque valgo para comer mierda y hacérsela comer a los que están por debajo -dije, sonriendo-. Ésa es la misión de los sargentos. Y es importante, porque con ella se ganan todas las guerras. Lo que hacen los que están por encima son pamplinas. Así que no aspiro a subir.

Era lista, como ya he dicho, y no le hizo falta más.

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